VOCACIÓN/ Mons. Felipe Arismendi
La vocación
Tomado del libro de Mons. Felipe Arismendi (CEM), titulado, ser sacerdote vale la pena Pg. 89
CAPITULO II
QUÉ ES LA VOCACIÓN SACERDOTAL

Para ser sacerdote, se requiere tener vocación. No basta querer serlo; es necesario haber sido llamado. Por ello es importante preguntarnos en qué consiste la vocación.
Toda vocación tiene un doble elemento.
El elemento divino: Dios llama a cada quien para una determinada misión en su pueblo, en su Iglesia.
El elemento humano: la persona corresponde a ese proyecto de Dios, se lo apropia, lo hace carne de su carne y vida de su vida.
Los dos elementos son fundamentales. Si Dios llama, pero el hombre o la mujer no corresponden, no se realiza la vocación. Si el hombre quiere, pero Dios no llama para eso que el hombre pretende, tampoco hay vocación.
La vocación sacerdotal es la invitación que Dios hace a determinados varones, para que acepten colaborar con Cristo, como cabeza de la Iglesia, en la obra de la salvación de la humanidad.
Él escoge a quienes quiere (cf Mc 3,13; Jn 15,16). Nadie puede sentirse con derecho para exigir ser llamado (cf Hebr 5,4-5).
A quienes Él elige, los prepara con las cualidades indispensables para
determinada misión (cf Rom 8,28-30).
Puede llamar a pobres y ricos, niños, jóvenes y adultos, amigos y hasta enemigos, como es el caso de Pablo (cf Hech 9,1-22).
Hace una selección muy personal (cf Lc 5,1-11; Mc 1,16-20; Mt 9,9). Ordinariamente rechaza a quienes se ofrecen espontáneamente (cf Mc 5,18-19; Lc 9,57-58.61-62).
Es muy difícil que un rico esté dispuesto a renunciar a sus bienes para seguir incondicionalmente a Jesús (cf Mc 10,17-31).
¿Cuáles son las señales para descubrir que alguien ha sido llamado al sacerdocio?
1.- Que sea bautizado, varón y bien definido en su masculinidad.
Cuando alguien tiene manifestaciones claras de homosexualidad (Y abraza abiertamente este tema), debe ser rechazado tajantemente como candidato al sacerdocio. Aunque insista en que siente vocación y que tiene muchos deseos de ingresar a un Seminario, se le debe hacer desistir de querer ser sacerdote. Mientras no se garantice una curación completa, no hay idoneidad para esta vocación.
2.- Que sea una persona normal, física, mental y psíquicamente.
En el aspecto físico, se analiza la salud corporal, la carencia de taras y defectos notables, que impidieran la habilidad de presidir las celebraciones y la comunidad. Un discapacitado puede ser idóneo para el sacerdocio, siempre y cuando su situación no afecte su ministerio, su servicio a la
comunidad. En el aspecto mental, se requiere capacidad para el estudio, apertura para el diálogo, facilidad para hablar y comunicarse, sentido común, saber juzgar y razonar. En el aspecto psíquico, se pide equilibrio emocional, madurez según la edad, libertad personal, carencia de traumas graves y de complejos notables.
3.- Que normalmente proceda de una familia cristiana y bien integrada, aunque Dios puede suscitar vocaciones en familias que no presentan todos los elementos deseables.
Quien, durante su infancia y su niñez, sufrió graves trastornos en el hogar, difícilmente se repone en la vida; arrastra carencias afectivas, que tarde o temprano le causarán serios problemas.
Hay que pedir varias pruebas de estabilidad emocional, antes de aceptar casos de excepción.
4.- Que haya superado satisfactoriamente los estudios requeridos para ser aceptado en un Seminario. En la mayoría de Seminarios, se les acepta con la Secundaria; si tienen más estudios, como Preparatoria o Universidad, mucho mejor.
5.- Que tenga las cualidades morales que se requieren para ser una persona de bien: generosidad, rectitud, verdad, sinceridad, responsabilidad, honestidad, laboriosidad, etc. Por tanto, se excluyen quienes son perezosos, borrachos, tramposos, convenencieros calculadores, ladrones, vagos, revoltosos, mentirosos, egoístas, interesados, hipócritas e irresponsables.
Quienes ya han pasado por experiencias (traumantes de) sexuales o de drogadicción, es muy difícil que logren adquirir la aptitud necesaria. Es cierto que, para Dios, nada es imposible (cf Lc 1,37; Mt 19,26). Se pueden dar casos de conversión extraordinaria, como San Pablo, San Agustín, San Ignacio de Loyola y tantos otros. Pero esto no es lo común.
Los hijos de padres alcohólicos pueden, con el tiempo, llegar a padecer la misma enfermedad, u otros problemas. Sin embargo, se dan casos en que esta realidad familiar no ha dejado traumas ni inclinación a la bebida. De todos modos, se debe investigar si el candidato está afectado por esta dependencia del alcohol.
6.- Que sea un buen cristiano. Que participe regularmente en la Misa, al menos la dominical. Que se confiese y comulgue con frecuencia.
Que, si es posible, haya participado en grupos juveniles, de oración, o de apostolado. Que le interesen las cosas de Dios y de la Iglesia. Que realice acciones de caridad con los demás, en especial con los pobres y cuantos sufren; que no pase indiferente ante el dolor humano. Que tenga buena relación con su párroco, o con otros sacerdotes, en cuanto de él dependa.
Ellos son, junto con otras personas sensatas, quienes mejor le pueden ayudar a discernir si tiene las cualidades necesarias.
7.- Que sea capaz de vivir en comunidad; por tanto, de sobrellevar a los demás y de soportar sus cargas. Que no sea aislado ni individualista.
Que le guste colaborar y trabajar en equipo. Que vaya venciendo sus temores para relacionarse con toda clase de personas. Que tenga equilibrio afectivo tanto con su familia, como con la mujer, con los niños, con sus compañeros, y que sepa construir amistades profundas.
8.- Que esté dispuesto a consagrar toda su persona al Señor y a la Iglesia. Que sea capaz de renunciar a su voluntad, para obedecer. Que tenga aptitud para prescindir del matrimonio y, por tanto, del noviazgo, con serenidad y alegría, no con angustia. Que sea desprendido ante los
bienes materiales y no tenga la ambición de poseer y acumular.
9.- Que se le note capacidad apostólica. Que sienta urgencia de evangelizar y de colaborar en la salvación de la humanidad. Que tenga actitudes de servidor.
¿En qué medida se deben exigir estas señales de vocación, antes de ingresar a un Seminario y, sobre todo, ya estando en él? Depende de varias circunstancias, como son la edad, el medio de donde se procede, los estudios realizados, etc. No se puede esperar lo mismo de un adolescente
de 15 ó 16 años, que de un joven de 20 ó 25 años. No puede tener las mismas manifestaciones un muchacho de una ranchería, que el de una ciudad. O quien sólo ha terminado la Secundaria, que quien ya ejerció una carrera profesional.
Sin embargo, lo menos que se puede pedir es que no haya contraindicaciones; es decir, señales opuestas a la vocación.
Para quien está en un Seminario Menor, Curso Introductorio o equivalente, ésos serán los signos básicos para discernir la existencia de una vocación sacerdotal. Si se tienen dudas sobre alguna de estas señales de vocación sacerdotal, no se puede ingresar al Seminario Mayor. En éste, supuestas esas bases, se imparte propiamente ya la formación pastoral, en sus diferentes áreas o aspectos: humano, intelectual, espiritual y estrictamente pastoral. Fallar con cierta gravedad en algunas de esas señales, es indicio claro de no aptitud vocacional: o porque Dios no llama, o porque el candidato no corresponde al llamado.
¿Estas cualidades son obra y gracia de Dios en quien Él llama, o responsabilidad del ser humano?
He aquí el misterio de la vocación. Es una obra divina y humana.
Como la encarnación. Dios es quien da el querer y el obrar; pero el hombre es el que quiere y el que obra. Dios siembra las cualidades necesarias; pero es el hombre quien las desarrollas y cultiva.
Por ejemplo, cuando alguien carece de suficiente salud física, ¿es porque Dios no se la concedió, o porque el hombre no la cuidó? Cuando otro no tiene la requerida capacidad intelectual, ¿es porque Dios no se la regaló, o por falta de un método adecuado de aprendizaje? A veces es difícil distinguir lo que es obra de Dios y lo que es responsabilidad del hombre; lo cierto es que, en ambos casos, no hay aptitud para el sacerdocio.
Ante este misterio, lo único válido es decirle a Dios: Señor, si me llamas, aquí estoy. Dame la gracia de percibir tu llamado y ayúdame a corresponderte generosamente. Como lo hicieron Samuel (1 Sam 3,10), Isaías (Is (5,8), los apóstoles (Mt 4,18-22), Pablo (Hech 22,10), María
(Lc 2,38) y el mismo Jesús (Hbr 10,7; Jn 6,38).
¡Cómo no agradecer todos los días el don de la vocación sacerdotal, quienes lo hemos recibido! Lo que somos, es porque Él lo inició en
nosotros, sin mérito nuestro. Sólo porque Él es bueno. Y hay que seguir
correspondiendo, día con día, a ese llamado. Porque lo podemos traicionar, como Judas.
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