Reflexión del XIX Domingo del Tiempo Ordinario. Ciclo C.
Seguimos el camino del Tiempo Ordinario que nos exhorta a poner en práctica las palabras y/o imitar las acciones de Jesús.
La liturgia de la Palabra de esta dos últimas semanas, nos han mostrado las exigencias del discipulado de Cristo, entre ellas el desprendimiento de aquellas cosas que son buenas (como el factor familia, por ejemplo) pero que pueden desviarnos de lo esencial, e incluso, convertirse en el fin último de nuestra vida (como el caso de la ambición al dinero), cuando en realidad no son más que un medio para alcanzar los bienes eternos y duraderos.
En este domingo XIX del Tiempo Ordinario, Jesús pone sobre la mesa una nueva exigencia para su seguimiento: el de la vigilancia, porque «a la hora que menos piensen viene el Hijo del hombre», en otras palabras, en el momento menos pensado nos toca salir de este mundo para ir al encuentro de Dios nuestro Padre. La pregunta del millón es ¿Estoy preparado?
No se trata de ser paranoicos, por ende, de estar asustados o ser incisivos con el tema de la muerte, sino de estar siempre en vigilante espera de la venida del Señor, la cual se hace cuesta arriba si estamos demasiado ocupados en los asuntos de este mundo.
Ciertamente, quien no trabaja “no tiene derecho” a comer (2 Ts 3,7-12), ni mucho menos a una vida digna, el problema está, como decíamos el domingo pasado, en pretender “vivir sólo para hacer plata”, porque lamentablemente muchas personas viven desde esta lógica, sin dedicar tiempo ni para ellos mismos porque la avaricia les ciega la mente y ocupa todas sus energías.
De allí que Jesús, en el evangelio que leímos (Lc 12,32-48) comienza su discurso de la vigilancia insistiendo en el desapego a los bienes materiales, partiendo de la confianza en la providencia: «No temas, pequeño rebaño, porque su Padre del Cielo ha tenido a bien darles el reino. Vendan sus bienes y den limosna; adquieran bienes que no se estropeen, y un tesoro inagotable en el cielo, donde no se acercan los ladrones ni roe la polilla». A continuación, agrega: «Porque donde está vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón».
A este punto surge otras preguntas existenciales para nuestra vida: ¿Cuál es tu tesoro? ¿Hacia donde tu corazón dirige la mayor atención?
El domingo pasado, decíamos que el mayor tesoro de un creyente es Dios, porque Él la fuente de toda riqueza y felicidad. Riqueza que san Pablo, san Francisco y muchos otros santos encontraron y les motivó a dejarlo todo para seguirle, riqueza que nosotros estamos llamados a descubrir cada día. Desde esta perspectiva, la Palabra de Dios nos vuelve a cuestionar: ¿Cuál es tu tesoro? ¿dónde está tu corazón?, como buenos venezolanos, estamos tentados a responder automáticamente: ¡Por su supuesto que Dios, padre!, ¿Respuesta definitiva?, conviene que hagamos un break y nos demos la oportunidad de responder con sinceridad, para intentar dar respuesta a esta otra interrogante: ¿Cómo constato en mi vida que Dios es mi mayor riqueza y que mi corazón dirige su mayor atención hacia él?
Puede que nuestra respuesta no sea la más acertada, pero ¡ánimo! la misma Palabra de Dios nos ofrece la clave para dar ese paso. La clave la encontramos en la segunda lectura (Hb 11,1-2.8-19), cuya imagen está implícita en el evangelio (cuando hace referencia a la lámpara); esta clave es la fe que se constituye en «fundamento de lo que se espera, y garantía de lo que no se ve». Ella es como esa lámpara en el camino que da sentido a lo que, desde la razón humana, no logramos comprender, pues muchas de las exigencias de Dios en su Palabra, nos resultan ilógicas o absurdas, por ejemplo ¿qué sentido tiene desprenderse de los bienes de este mundo? ¿Acaso, no es Dios mismo el que provee?, ciertamente que lo hace, pero como hemos dicho tantas veces, lo que inicialmente es bueno (bienes materiales) pueden llegar a ser nocivos si la avaricia se impone.
De allí que la fe, nos permite dar ese salto de confianza en Dios que no defrauda, a ejemplo de nuestro padre Abrahán, su esposa Sara y de los demás santos y profetas que, en medio de sus perplejidades, a través de la fe confiaron en las promesas de Dios, según el autor de la Carta a los hebreos (Hb 11,1-2.8-19): «Por la fe obedeció Abrahán a la llamada y salió hacia la tierra que iba a recibir en heredad. Salió sin saber adónde iba…. Por la fe también Sara, siendo estéril, obtuvo “vigor para concebir” cuando ya le había pasado la edad, porque consideró fiel al que se lo prometía… Con fe murieron todos estos, sin haber recibido las promesas, sino viéndolas y saludándolas de lejos, confesando que eran huéspedes y peregrinos en la tierra».
Esta misma virtud teologal (la fe), fue la permitió al mismo Jesús mantenerse en pie en los momentos críticos de su misión (ejemplo: en el huerto de Getsemaní) y de ser obediente hasta la muerte y una muerte en cruz (Flp 2, 8). Esta fe es la que nos permitirá también a nosotros, llevar adelante las exigencias del Maestro, quien siempre nos ha sido claro en decir que el camino de su seguimiento no es nada fácil (Mt 16, 24; Mt 7, 13-14), sin embargo, tampoco es imposible. Por la fe, seremos capaces de ser vigilantes y de cumplir a cabalidad la tarea o las tareas que nos han sido confiadas y de la que se nos pedirá cuentas: «Al que mucho se le dio, mucho se le reclamará; al que mucho se le confió, más aún se le pedirá».
Queridos Hermanos que, así como para Abrahán, para Jesús y para muchos santos, la fe sea para nosotros esa lámpara encendida que alumbre nuestra tinieblas e incertidumbres, nos impulse a creer en las promesas de Dios, nos anime a ser vigilantes y a cumplir fielmente nuestra misión para alcanzar el Cielo prometido. Todo ello, desde un corazón desprendido y deseoso de ser colmado con el mayor de todos los tesoros: Dios y su Reino.
Les invito a concluir esta reflexión, repitiendo juntos la oración de san Francisco ante el crucifijo de san Damián, a fin de que este llamado a ser vigilantes vaya acompañado por la luz divina que sostiene nuestra fe y esperanza: «Oh Alto y Glorioso Dios, iluminas las tinieblas de mi corazón, dame fe recta, esperanza cierta, sentido y conocimiento Señor para cumpla tu Santo y verás mandamiento» Amén.
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Paz y bien. Bendiciones. Ciertamente falta mucho para alcanzar la fe y abandonarnos en el Señor, lo terrenal nos ata pero tenemos plena confianza y certeza que procurando hacer el trabajo estamos en el camino de alcanzar la primera prometida.