Reflexión del XXI Domingo del Tiempo Ordinario. Ciclo C.
En este ciclo C en que estamos leyendo el evangelio de san Lucas, el evangelista continúa las catequesis sobre las exigencias del discipulado de Cristo. Esta vez, Jesús a partir de una pregunta realizada por uno de sus interlocutores («Señor, ¿son pocos los que se salvan?»), enseña a los presentes y también a nosotros hoy, el sacrificio que implica entrar en el Cielo, no sólo porque su puerta es estrecha sino porque, además, puede que no sea accesible para todos los que deseen ingresar: «Esforzaos en entrar por la puerta estrecha, pues os digo que muchos intentarán entrar y no podrán».
Con esta aseveración de Jesús, nos puede venir a la mente la misma interrogante que se hicieron los discípulos en su momento: «Entonces, ¿quién podrá salvarse?» (Mt 19, 25), o creer que la salvación es exclusiva de unos pocos (como lo afirman los testigos de Jehová al decir que sólo salvarán 144 mil personas) por tanto no vale la pena hacer el esfuerzo de entrar sino no estoy en la lista de esos elegidos.
El Papa emérito, nos ilumina al respecto cuando dice:
«¿Qué significa esta “puerta estrecha”? ¿Por qué muchos no logran entrar por ella? ¿Acaso se trata de un paso reservado sólo a algunos elegidos? Si se observa bien, este modo de razonar de los interlocutores de Jesús es siempre actual: nos acecha continuamente la tentación de interpretar la práctica religiosa como fuente de privilegios o seguridades. En realidad, el mensaje de Cristo va precisamente en la dirección opuesta: todos pueden entrar en la vida, pero para todos la puerta es “estrecha”. No hay privilegiados. El paso a la vida eterna está abierto para todos, pero es “estrecho” porque es exigente, requiere esfuerzo, abnegación, mortificación del propio egoísmo. (…) La salvación, que Jesús realizó con su muerte y resurrección, es universal». (Benedicto XVI, 26 de agosto de 2007)
No podría estar más clara esta enseñanza del Papa ya que ciertamente Dios no pretende excluir a nadie de su Reino más bien quiere que «todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1 Tm 2, 4). Así lo ha demostrado al enviar a «su Hijo único para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna. Dios no envió su Hijo al mundo para condenarlo, sino para salvarlo por medio de Él» (Jn 3, 16-17).
Esta soberanía de Dios y de salvación universal queda expresada en la primera lectura que leímos (Is 66,18-21) como en el salmo (Sal 116,1.2) donde la invitación a estar con Él se entiende más allá de las fronteras de Israel su pueblo elegido (dice el texto: «enviaré supervivientes a las naciones»), para que todos vean su gloria, reciban su misericordia y comprendan que Él es fiel a sus promesas. Por eso es necesario ir al mundo entero para proclamar el Evangelio que no es otra cosa que la buena noticia de Dios para nosotros.
De esta manera, queda evidenciando, como dice el Papa, que la salvación no es privilegio de unos pocos, sino que es un don ofrecido a todos, el asunto es si tu yo ¿estamos dispuestos a recibirlo? pues bien sabe el Señor que muchos prefieren darle la espalda (Jn 1, 11 ss): «Vino a los suyos, pero los suyos no lo recibieron» (a Jesús Palabra eterna del Padre), sin embargo a cuántos lo recibieron y creyeron en su nombre, les dio capacidad para ser hijos de Dios (Ibíd.).
Junto a aquellos que se niegan a recibir esta salvación, están los que pretenden entrar por el camino fácil, es decir, el camino de una vida divorciada de los mandamientos y de los valores del Evangelio, tal es el caso de aquellas personas que dicen creer en Dios, pero viven como si Dios no existiera, hombres y mujeres que pretenden utilizar a la religión como una máscara para ocultar sus fechorías; a ellos Jesús les dice: “por más que intenten entrar, no podrán” y aunque pretendan utilizar la adulación o la influencia el Señor, que conoce bien sus corazones, no los escuchará, ni los reconocerá: «No sé de dónde son. Aléjense de mí todos los que obran el mal».
Son duras estas palabras de Jesús, pero son la verdad, porque nadie puede pretender engañar a Aquél que conoce lo más íntimo de nosotros; mientras los humanos nos concentramos en las apariencias, Dios percibe la profundidad de las intenciones del corazón del hombre (Cf. 1 Sam 16, 7).
Puede que esta Palabra de Dios nos caiga como anillo al dedo, en consecuencia, nos sintamos amonestados/regañados e incluso amenazados por el Señor, sin embargo no perdamos la calma, ni entremos en pánico, ni mucho menos perdamos la esperanza, más bien pongámonos en camino, con la confianza en que «el Señor reprende a los que ama y castiga a sus hijos preferidos» como dice el autor de carta a los Hebreos que hemos escuchado (Hb 12,5-7.11-13); nos corrige porque es un Padre, por ende, nos «trata como a hijos, pues ¿qué padre no corrige a sus hijos?». No cabe duda que, las correcciones no siempre son bien recibidas. En efecto, como afirma el hagiógrafo, algunas llegan a parecernos desagradables, causarnos grandes molestias o dolor, pero «luego produce fruto apacible de justicia a los ejercitados en ella».
Queridos hermanos y hermanas, que no nos quedemos con la pregunta: «Señor, ¿son pocos los que se salvan?», sino que más bien nos preguntemos sinceramente: ¿Qué estoy haciendo yo para alcanzar la salvación que me ha sido otorgada en Cristo? ¿Mis actos están acordes con la fe que profeso? ¿Soy una persona de bien o por el contrario me siento motivado por los que obran el mal?Ojalá y estas lecturas de la Palabra de Dios nos cuestionen profundamente y nos animen a entrar en conversión, con el sincero deseo de corregir nuestra vida, entrando por la puerta angosta con la esperanza que al fin del camino el Señor nos espera con los brazos abiertos, de tal modo que en compañía de Abrahán, a Isaac, Jacob, de todos los profetas y de los santos venidos oriente y occidente, del norte y del sur, podamos sentarnos a la mesa de su Reino, donde ¡los últimos serán primeros, y los primeros los últimos!. Amén.
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