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Reflexión del XXXIII Domingo del Tiempo Ordinario. Ciclo C. 

Nos encontramos en el penúltimo domingo del tiempo ordinario, en el que la Iglesia como madre y maestra nos presenta un elenco de lecturas escatológicas (del griego ἔσχᾰτος que significa último), que al escucharlas pueden llegar producir en nosotros miedo o hacernos entrar en pánico. No obstante, no este el objetivo de la Iglesia, aunque hemos de reconocer que en siglos pasados (como la época medieval) le resultó efectivo producir miedo en la gente como una forma de mantener el control social. 

Sin embargo, en la actualidad, no es este su objetivo porque la historia nos ha enseñado que el miedo en masa no trae resultados positivos, por ejemplo conlleva a que las personas se replieguen sobre sí mismas, tiendan a desesperarse y a luchar por su subsistencia perdiendo de vista a las otras personas, por el simple hecho de ser una reacción natural de supervivencia, supongamos que en este momento se abra la tierra a causa de un terremoto, inmediatamente cada uno buscará la manera de resguardar su vida (de allí que tenga sentido el refrán popular de “sálvese quien pueda”).

De este modo, con las lecturas bíblicas de tilde escatológico, la Iglesia no pretende infundirnos miedo sino animarnos a reflexionar sobre el modo en cómo nosotros estamos viviendo la fe que profesamos; esta reflexión la hacemos a la luz de la Palabra de vida que escuchamos: 

  • En la primera lectura, tomada del libro del profeta Malaquías (3, 19-20a), el autor sagrado más allá de advertir con severidad que los malvados serán consumidos por el fuego ardiente (del infierno), deja en evidencia que el Señor es nuestra justicia, Él es la luz inextinguible que ilumina y guía nuestra vida, como la columna de fuego en la noche y la nube en el día que guió a los Israelitas por el desierto y los libró de las manos de los opresores. Esto lo entendió san Francisco, por eso, inspirado por el Espíritu Santo oró así ante el crucifijo de san Damián: «Oh alto y glorioso Dios ilumina las tinieblas de mi corazón…» Hoy más que nunca necesitamos de esa luz divina que disperse las tinieblas de nuestra ignorancia, encienda los corazones apagados por el odio y enfriados por el egoísmo producto de la influencia de un paradigma cultural que promueve constantemente el narcicismo exacerbado. 
  • En el salmo 97, esta apertura de mente y corazón por parte del ser humano, hacia Dios y hacia los hermanos, se extiende a toda la creación que alaba y anuncia con alegría la llegada de su Señor, que no limita su aparición al final de los tiempos, sino que lo hace cada mañana, renovando y dando vida a todas las cosas. Esta contemplación de las maravillas de Dios al iniciar el día, nos ofrece la oportunidad de ver que así como el amanecer despeja la oscuridad de la noche, la luz de la vida eterna despierta al alma del sueño temporal de la muerte, así nos lo hace saber el dogma de la resurrección sobre el que hacíamos referencia el domingo pasado, tal como lo expresa el número 989 del Catecismo de la Iglesia católica: «Creemos firmemente, y así lo esperamos, que del mismo modo que Cristo ha resucitado verdaderamente de entre los muertos, y que vive para siempre, igualmente los justos después de su muerte vivirán para siempre con Cristo resucitado y que Él los resucitará en el último día» (cf. Jn 6, 39-40). 
  • Mientras esperamos el cumplimiento de esta promesa, san Pablo en la 2º lectura que hemos leído (2 Tes 3, 7-12) nos advierte que el cristiano no puede vivir con los brazos cruzados sin hacer nada y metiéndose en todo, sino todo lo contrario construir en este mundo, con nuestro trabajo y esfuerzo, ese Reino que ya está entre nosotros pero que todavía no se ha realizado en su plenitud, lo que en teología paulina se ha denominado «el si, pero todavía no» (Rm 8, 25-36)  y que la Iglesia desarrolla espléndidamente en la Constitución Dogmática Gaudium et spes cuando expresa que se trata de un «reino de verdad y de vida; reino de santidad y gracia; reino de justicia, de amor y de paz«. Un reino que está ya misteriosamente presente en nuestra tierra y que, cuando venga el Señor, se consumará su perfección» (núm. 39).
  • A esta realidad del Reino presente en el mundo es a la que nos quiere conducir el evangelista Lucas (Lc 21, 5-19), a través de un discurso donde Jesús denuncia la hipocresía de aquellos que se jactan de tener un templo adornado con piedras preciosas, pero que descuidan el cultivo de una vida espiritual profunda, más humana y más fraterna.  Ciertamente hemos de cuidar el decoro y dignidad de nuestros templos pues son “la casa de Dios”, sin embargo, no sirve de nada tener infraestructuras extraordinariamente construidas y lujosamente adornadas si descuidamos el verdadero templo del Señor que es nuestro corazón, como lo sugiere san Pablo en la 1 Corintios 3, 16–17, donde nos dice que somos templos vivos del Espíritu Santo, propiedad ontológica que recibimos el día de nuestro bautismo cuando el sacerdote, ungiendo nuestro pecho con el óleo de los catecúmenos, pronunciaba la siguiente oración: «Para que el poder de Cristo Salvador te fortalezca, te ungimos con este óleo de salvación en el nombre del mismo Jesucristo, Señor nuestro, que vive y reina por los siglos de los siglos» (Rito del Bautismo, unción prebautismal). 

Afirma, Fr. Salvador Becoba Raso O.P. en su comentario bíblico a este evangelio que el conjunto de la obra Lucana es, pues, una misión profética que tiene por objeto sanar a toda la humanidad de todos aquellos elementos (como la hipocresía, el engaño, el egoísmo o el odio) que la afean y la hacen perder el horizonte de la vida verdadera. Con estos relatos escatológicos/apocalípticos, el hagiógrafo lejos de infundirnos miedo (que, como dijimos, al inicio de este reflexión nos lleva a replegarnos sobre si mismos) nos quiere hacer salir de nuestra zona de confort, para ir al encuentro de los más vulnerables, sabiendo que «en el amor y a Dios y a los hermanos se resumen la ley y los profetas» (Mt 22, 34-40), de ello se desprende que el camino más seguro para llegar al Cielo consiste en este amor dual (a Dios y al prójimo), en consecuencia, un fe que no esta abierta a esta realidad esta muerta o carece de sentido, pues «en el atardecer de nuestras vidas seremos juzgados, [no en el sin fin de ritos practicados, sino] en el amor que hayamos tenido a los demás» (san Juan de la Cruz) 

A modo de síntesis podemos afirmar entonces que la critica de Jesús en el Evangelio, no es hacia el templo como estructura sino a la actitud de quienes pretenden quedarse con una fe sólo de apariencias, una fe bella externamente pero estéril por la falta de amor a Dios y a los hermanos. Una fe que ha llevarnos a mostrar el verdadero rostro de Dios con nuestras acciones, a transmitir la paz, la serenidad y la esperanza de un Dios que mora en nosotros, aún cuando esta praxis de la fe implique persecución y cárcel (literal o figurativa).  

Que nos motive la certeza que nuestras vidas están en las manos de aquel que nos ha llamado y salvado razón por la cual no debemos tener miedo de apostar por una fe y una espiritualidad más encarnada con la vida. Que esta invitación del Señor se constituya en el motor que guíe nuestra Asamblea pre-capitular, que los frailes celebraremos con gozo durante estos días. Que así sea. 

Fr. Juan Martínez OFM Conv.  

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