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Reflexión del Sábado Santo: Resurrección del Señor

Hermanos y Hermanas, hemos llegado a la noche Santa por la que nos hemos preparado durante un largo período de cuarenta y tres días y en el que se nos ha ido revelando el infinito Misterio del Amor Dios por la humanidad. Durante este recorrido se nos invitaba a poner en práctica tres ejercicios esenciales de la vida del creyente: la oración, el ayuno y la limosna unidos a la contemplación asidua de la Palabra de Dios que nos ilumina y nos ayuda a contrarrestar las tentaciones del maligno que se nos presentan disfrazadas de verdad, pero en el fondo no son más que un engaño ya que proceden del padre de la mentira. 

Durante las catequesis de la cuaresma, decíamos que era necesario nuestro esfuerzo personal para llegar a la Pascua, pero sobre todo resulta esencial la gracia de Dios debido a que una de las particularidades del ser humano es la tendencia al mal como consecuencia del pecado cometido por nuestros primeros padres, Adán y Eva, por el que perdimos los dones preternaturales que permitían la plena amistad con Dios, así lo expresa la primera lectura  de la liturgia de hoy tomada del libro del Génesis (Gn 1. 1-2,2) la cual pretende no sólo afirmar la verdad de que Dios es el creador de todo cuanto existe sino que manifiesta su eterna bondad que le condujo a crear el universo de manera ordenada pasando del caos y las tinieblas hasta la perfecta armonía de la creación iluminada en el día por el sol y en la noche por luna y las estrellas; de todas estas creaturas el ser humano resultó ser la máxima obra de Dios por ser creado a su imagen y semejanza; con los primeros seres humanos Dios establece una bella amistad que se ve fracturada por el deseo de querer “ser igual a Dios”, es allí comienza la dramática historia entre Dios y la humanidad.

De acuerdo con las lecturas que hemos escuchado, se trata de una historia en la que Dios escribe sobre líneas torcidas, en el sentido que ante la bondad del Creador el ser humano se ve muchas veces inclinado a oponerse al proyecto que Él le presenta. Lo hermoso de esta historia es que a pesar de esta rebeldía, Dios no se cansa de reestablecer esta amistad tantas veces perdida y es aquí donde se nos manifiesta la gran verdad según la cual Dios siempre es fiel a pesar de nuestras infidelidades, aunque no todas las personas en esta historia de salvación han sido desobedientes, así lo expresa la segunda lectura que escuchamos (Gn 22, 1-18) cuando afirma que Abraham fue fiel al mandato de Dios, cuya obediencia radical lo convirtió en el Padre de la Fe y por medio de la cual Dios estableció una alianza basada en la promesa que de la descendencia de Abraham serán bendecidos todos los pueblos de la tierra.

Como dueño y Señor de la creación, Dios va mostrar su favor a través de grandes prodigios como el del paso de los israelitas por el mar rojo, donde fueron salvados de la persecución del Faraón y su ejército que estaban decididos a exterminarlos; fue un acontecimiento tan extraordinario que motivó a los israelitas a entonar el hermoso himno de victoria que escuchamos en el tercer salmo de esta noche (Ex 15, 1b-2.3-4.5-6.17-18).

A pesar de estos signos concretos de amor y de fidelidad de Dios, nos cuenta el Antiguo Testamento que el pueblo elegido se fue haciendo cada vez más indócil al extremo de convertirse en idólatras por cuyo pecado recibieron como castigo un destierro que duró 50 años. Al regresar a tierra que estaba totalmente destruida el pueblo se sintió abatido, es allí cuando Dios vuelve entrar en acción hablándoles a través del profeta Isaías: “Por un instante te abandoné, pero con inmensa misericordia te volveré a tomar. En un arrebato de ira te oculté un instante mi rostro, pero con amor eterno me he apiadado de ti, dice el Señor, tu redentor” (Is 54, 5-14); no basta con eso, les ofrece agua y comida haciéndoles la promesa de un alianza eterna (Is 55, 1-11) al mismo que les exige una respuesta: “Sigue el camino que te conduce a la luz del Señor” (Baruc 3, 9-15. 32 – 4,4); fíjense que no les habla de una luz cualquiera sino de la luz divina que es fuente de la sabiduría eterna capaz de estremecer el alma y por la que Dios da un corazón nuevo y un espíritu nuevo, tal como lo revela el profeta Ezequiel en la última lectura del A.T. que hemos escuchado (Ez 36, 16-28): “arrancaré de ustedes un corazón de piedra y les daré un corazón de carne. Les infundiré mi espíritu y los haré vivir según mis preceptos y guardar y cumplir mis mandamientos”.

Este actuar amoroso y fiel de Dios, se expresará con mayor fuerza a partir del Misterio de la Encarnación, ministerio público, pasión, muerte y resurrección de su Hijo Eterno, que fue enviado “para que todo el que crea en el tenga vida eterna”. Con Pasión y muerte en la cruz, Jesús ha mostrado al mundo que Dios no es el enemigo sino el Padre amoroso que espera paciente el retorno del hijo pródigo. Con su resurrección, Cristo manifiesta el poder de Dios sobre la muerte, donde la maldad del pecado (cuyo salario es la muerte Rm 3, 23) y la rebeldía del hombre es vencida por la infinita bondad de Dios, de este modo se evidencia el milagro según el cual el amor vence al odio, la misericordia triunfa sobre el juicio y la vida se impone sobre la muerte.

Por eso está noche, es una noche de fiesta para toda la Iglesia Universal, es ¡la noche en la que Cristo ha vencido la muerte y de las tinieblas resurge victorioso!, por esta razón en esta noche santa ningún católico debe estar triste porque ¡Cristo ha resucitado!, el nos ha alcanzado el perdón y la reconciliación que nuestra débil naturaleza no había podido lograr. Como reza el pregón Pascual: “Esta es la noche en la que todos los que creen en Cristo, son arrancados de los vicios del mundo y de la oscuridad del pecado, restituidos a la gracia y agregados a los santos”. Esos somos nosotros hermanos, alabemos a Dios por ello.

Él merece toda muestra de agradecimiento de nuestra parte, porque aún siendo pecadores e merecedores de su amor, ha insistido en acercarse a nosotros para darnos su perdón y la vida eterna por medio de su Hijo Jesucristo, que a través del bautismo nos incorpora a su muerte para luego resucitemos con Él para la vida eterna. Así “considerémonos muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro” (Rm 6, 3-11).

Que esta Pascua sea para nosotros un tiempo de renovación espiritual, en el que pasemos de las tinieblas del pecado a la vida de unión con Dios y, desde esta unión a la comunión con nuestros hermanos. Que así sea.

Fr. Juan Martínez OFM Conv.

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