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Homilía del Jueves Santo

Quisiera comenzar esta reflexión, agradeciendo a todos aquellos que durante el día de hoy nos han felicitado a los sacerdotes, por el don precioso del Ministerio Sagrado que nos ha sido confiado, Dios les bendiga por sus mensajes de felicitación y por sus oraciones. Desde la distancia envío nuevamente mis felicitaciones y oraciones a todos mis hermanos sacerdotes, especialmente oro al Señor por el Papa Francisco, por nuestros obispos y por mis hermanos frailes sacerdotes.

En este primer día del Triduo Pascual, deseo compartir con ustedes el significado profundo de esta hermosa celebración, que viene cargada de un gran simbolismo y expresa tan espléndidamente el deseo de Dios para su pueblo: La comunión con Él y con nuestros Hermanos, desde el amor, el servicio y la fraternidad. De allí que el Papa Benedicto XVI llame a la Eucaristía “Sacramentum Caritatis” (Sacramento del Amor) la cual es fuente e inicio del camino sinodal sobre el que tanto hincapié ha hecho el Papa Francisco.

Empecemos diciendo que liturgia de la Palabra enfatiza el misterio de la Pascua, es decir el paso del Señor por nuestras vidas, así lo señala la primera lectura tomada del Éxodo (12.1-8.11-14) cuando Moisés exhorta al pueblo a seguir las instrucciones de Yahvé para esta celebración: «Esa noche comeréis la carne, asada a fuego, comeréis panes sin fermentar y verduras amargas. Y lo comeréis así: la cintura ceñida, las sandalias en los pies, un bastón en la mano; y os lo comeréis a toda prisa, porque es la Pascua, el paso del Señor». Esto significa que se trata de un Dios cercano, que no le avergüenza estar en medio de su pueblo.

El texto nos indica que esta Pascua es un ritual judío establecido como «ley perpetua para todas las generaciones». De tal manera que cada vez que se celebre, el pueblo pueda recordar la obra de salvación de Dios en favor de su Pueblo.

Este mismo ritual, según la versión de los evangelios sinópticos, es el celebrado por Jesús con sus discípulos, como signo de fidelidad a la ley hebraica. Ahora bien, se trata de un ritual que al ser celebrado por Jesús adquiriere un nuevo significado, desde todos los sentidos:

  • En primer lugar, la Pascua debía ser celebrada en familia, el Padre con sus hijos y demás familiares, así lo leemos en la primera lectura cuando dice: «El diez de este mes cada uno procurará un animal para su familia, uno por casa. Si la familia es demasiado pequeña para comérselo, que se junte con el vecino de casa, hasta completar el número de personas». Jesús rompe con este esquema ya que celebra la pascua con sus discípulos más allá de las fronteras de su núcleo familiar, esto abre el panorama de la celebración pascual, ya no será de pocos o de un grupo selecto sino de muchos, de una nueva familia: La Iglesia.
  • En segundo lugar, para la celebración de la Pascua, resultaba esencial la elección de una víctima para el sacrificio, con unas características bien específicas: «Será un animal sin defecto, macho, de un año, cordero o cabrito». Es decir, no podía ser cualquier animal, sino uno tal cual el Señor lo había indicado, no se mucho de corderos, pero tengo entendido que es un animal inocente y puro, sin defecto como dice la Escritura. En la Pascua de Jesús con sus discípulos no está el cordero, porque Jesús mismo es el cordero sin mancha ni pecado; de este modo, apreciamos un nuevo cambio en el ritual Judío, ya no será necesario seguir ofreciendo víctimas de animales porque «Jesús se ofrece el mismo una vez y para siempre» (Hebreos 7:27), el evangelio de san Juan que hemos escuchado no nos lo dice, pero si lo señala la carta a los hebreos así como los evangelios sinópticos, donde Jesús tomando «el pan, pronunció la bendición, lo partió y dándolo a sus discípulos, dijo: Tomen y coman, éste es mi cuerpo. Tomó luego el cáliz y, después de dar gracias, lo dio a sus discípulos diciendo: Tomen y beban todos de él porque esta es mi sangre, la sangre de la alianza nueva y eterna, que será derramada por todos para el perdón de los pecados» (Mt 26: 26-28). Nótese que Jesús no dice, coman, beban en representación de mi carne y de mi sangre, sino que dice «éste es mi cuerpo… ésta es mi sangre». Lo que da a entender que se trata de su presencia viva y real no de un mero recuerdo (como lo afirman los protestantes), por eso cada vez que el sacerdote pronuncia estas palabras en la Eucaristía, nosotros deberíamos temblar de emoción y fe al creer que realmente es su santísimo Cuerpo y sangre vivo y verdadero (Adm 1, 21), como dice san Francisco de Asís en la Admonición 1, ya que el Señor no miente porque él es la Verdad (Jn 14:6), cumple su palabra; de hecho en este texto del evangelio que estamos reflexionado se cumplen la Palabras de Jesús en el discurso del Pan Vida: «El pan que yo les daré es mi carne… mi carne es verdadera comida y sangre verdadera bebida. El que coma mi carne y beba mi sangre vive en mí y yo en él» (Jn 6: 51; 55-56). En este sentido, la liturgia que celebramos no es sólo el recuerdo de la cena de Jesús con sus discípulos sino el memorial de su cuerpo y su sangre. Por eso, nos dice san Pablo en la 1º Carta a los Corintios que acabamos de leer, «cada vez que coméis de este pan y bebéis del cáliz, proclamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva». Al entregar su Cuerpo y Sangre verdaderos, Jesús deja evidencia su amor infinito por nosotros pues como dice la plegaria eucarística IV que se usa para este día: Habiendo amado a los suyos que estamos en el mundo, los amó hasta el extremo… de dar su vida; este mismo accionar de entregar la vida por los demás es a los que estamos llamados quienes participamos de la Santa Misa, es expresión de amor auténtico: No hay amor más grande, dice Jesús, que entregar la vida por sus amigos. De allí que este sacramento reciba con toda razón el nombre de Sacramentum Caritatis (Sacramento del Amor)
  • La tercera novedad que presenta la liturgia de hoy, es que según el Éxodo la víctima debía ser consumida con rapidez: «lo comeréis a toda prisa, porque es la Pascua, el paso del Señor». En esta nueva pascua de Jesús, el Señor no ha venido para pasar de largo sino para establecer su morada entre nosotros (Jn 1, 14), es decir, Jesús vino para quedarse: «donde dos o tres se reúnen en mi nombre allí estaré yo en medio de ellos… y he aquí que yo estaré con ustedes todos los días hasta fin del mundo» (Mt. 18:20). Es una promesa que el Señor ha cumplido desde entonces. Esta es la razón de ser de por qué, durante todo el año, a excepción del viernes santo las hostias consagradas permanecen resguardadas en un lugar privilegiado del templo llamado sagrario. Y es que Jesús no se hace presente sólo en el momento de la Eucaristía como afirman los herejes, sino que permanece oculto en el tabernáculo a la espera de nuestra visita, de allí el sentido del monumento que acompaña a esta celebración del jueves santo. Esta permanencia de Jesús en la Eucaristía es posible gracias al sacramento del Orden Sagrado, por el que algunos varones bautizados son instituidos como Ministros Ordinarios de este sublime Sacramento, sin ellos la Eucaristía no es posible ya que, precisamente, es en la Consagración donde Cristo se hace presente con su Cuerpo y Sangre a través de la efusión del Espíritu Santo durante el momento de la epíclesis. Por eso, este Jueves Santo la Iglesia basada en las lecturas de esta liturgia, enseña que Jesús no sólo instituye la Eucaristía sino también el Sacerdocio Ministerial, de allí el por qué somos invitados a orar hoy con mayor ahínco por nuestros Ministros Sagrados: Obispos, presbíteros y diáconos.
  • Finalmente, notamos una cuarta y última novedad en la nueva pascua instituida por Cristo, no menos importante que las demás. El texto del Éxodo nos dice «Esta noche pasaré por todo el país de Egipto, dando muerte. Mientras que en la nueva Pascua, Jesús ha venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia» (Jn 10:10), de allí que el evangelio de hoy Dios no se presenta como una amenaza sino una buena noticia cargada de esperanza. El evangelio es claro en decir, que no todos estaban limpios, de tal modo que Jesús tenía el derecho de excluir a Judas, sin embargo no lo hizo, porque a través de la última cena Jesús quiere mostrarnos el verdadero sentido la Eucaristía: el don de la fraternidad, a tal punto que en la mesa de Jesús hay espacio para todos, para los santos y los pecadores, cuya actitud debe ser la del servicio la de la entrega por el otro a través del gesto del lavatorio de los pies que, según el evangelio de hoy (Jn 13, 1-15) es muestra evidente del amor de Jesús por su discípulos y, signo elocuente de servicio a los demás que nosotros estamos llamado a vivenciar desde la humildad, dejando de lado nuestras diferencias para tratar a los hermanos como quisiéramos que ellos nos traten a nosotros(Mt 7:12). Por eso la Eucaristía es símbolo de unidad, de frateridad universal, donde la presencia viva y real de Cristo nos renueva, nos transforma, nos hace salir de nuestro egoísmo para salir al encuentro del otro, aunque éste último nos traicione como Judas traicinó a Jesús.
 

Queridos hermanos, que al conmemorar hoy la cena del Señor y del Lavatorio de los pies, seamos capaces de agradecer a Dios por el mágnifico don de la Eucaristía donde El cáliz de la bendición es comunión con la sangre de Cristo (Sal 115) Pidamos al Señor, especialmente, por los sacerdotes para que nos ayude entender que nuestras vidas tienen sentido en la medida que estemos en disposición de lavar los pies, es decir, de ayudar y servir a los demás con entrega generosa porque quien no vive para servir no sirve para vivir (Madre Teresa de Calcuta); supliquemosle que nos ayude a todos a convencernos de una vez por todas que la Eucaristía tendrá sentido en nuestras vidas en la medida que entendamos el hecho que, en vez de constituirse en un rito vacío, es una espacio de comunión íntima con el Señor y de comunión fraterna con nuestros hermanos. Que asi sea. Amén.

Fr. Juan Martínez OFM Conv.

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