Homilía del Viernes Santo
Este segundo día del Triduo Pascual, nuestra mirada se concentra en la contemplación de la Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo que, como decíamos el Domingo de Ramos no es signo de derrota ni de resignación sino expresión de la soberanía de Cristo quien asumió con total libertad y convicción el proyecto salvador de su Padre para con la humanidad. Este relato de la Pasión, viene precedido por el de la Última Cena que ayer conmemoramos y en la que Jesús instituye la Eucaristía, Sacramento del Amor. Decíamos ayer que se llama sacramento del amor porque es un espacio sagrado de comunión de amor con Dios y con nuestros hermanos. Partiendo de estas premisas, el Misterio de la Pasión que hoy celebramos difícilmente puede ser comprendido sino es desde la lógica del infinito amor de Dios por la humanidad. Y vaya que esto lo tenía bastante claro san Juan cuando escribe no sólo el pasaje de la Pasión de Cristo que acabamos de proclamar sino toda la vida de Jesús en su paso por este mundo y antes de la creación (véase el Prologo del 4to Evangelio). Visto de este modo el Viernes Santo esta muy lejos de ser un Misterio que infunde miedo o crea sentimientos de escrupulosidad como suele suceder con nuestros hermanos en la fe que viven la Semana Santa como una mera tradición, pienso por ejemplo en aquellos que dicen: Hoy es viernes santo, no vayas a hacer oficio, no hagas esto o lo otro porque Dios te va a castigar, pues hoy es un día santo. Puede ciertamente que Dios lo haga, en el caso que consiga de nuestra parte un corazón rebelde y que con nuestras acciones nos burlemos de Él o blasfememos su nombre, sin embargo, no es éste el propósito del viernes santo: Se nos invita a hacer silencio no porque Dios se va a molestar sino para contemplar atentos el Misterio de la Pasión y Muerte del Señor, no desde una actitud de miedo sino desde la profundidad de este acto de amor Dios que, amando al mundo con tanto ímpetu, envío a su único Hijo al mundo no para condenarlo sino para salvarlo (Cf. Jn 3, 16). Esta contemplación de la Cruz desde la noción del amor extremo y consumado, lo entendieron muchos santos como lo fue el caso de santa Teresa de Ávila quien en su oración le pedía a Dios que no fuese el temor al fuego eterno ni el premio del Cielo lo que le moviera a quererle o temerle sino la comprensión y asimilación de su amor, por eso esta santa veía, por ejemplo, la oración no como una simple obligación moral, sino como una bella oportunidad para elevar la mirada a aquel que sabemos nos ama. San Francisco de Asís es otro ejemplo de este modo de contemplar la Cruz de Nuestro Señor, se dice que era el amor a Dios el que conducía a este santo a contemplar por horas el Misterio de la Pasión de Cristo. Es famoso aquel pasaje del santo donde al entrar a una Iglesia y ver a tanta gente allí comenzó a llorar amargamente, sin razón aparente, en el camino de regreso al convento un fraile le pregunta: ¿Por qué llorabas Francisco, tal vez por la emoción de ver la Iglesia llena?, a lo que el santo respondió: No lloraba porque estuviese llena sino porque la mayoría suplicaba, mientras que unos pocos agradecían. El santo concluyó diciendo: El Amor no es amado. En este sentido, mis queridos hermanos, les invito y me invito a vivir este Viernes Santo desde la noción del amor de Dios. Que, al momento de pasar a venerar la Cruz, a embalsamar la imagen de Cristo, a recibir su Cuerpo y a realizar la procesión del silencio, no sea el miedo a condenarnos o la obligación moral religiosa la que nos mueva sino nuestro amor por Jesús. Lo mismo sea al terminar esta celebración, que el silencio practicado sea un silencio amoroso no temeroso. Ojalá que, en la oración contemplativa que podamos realizar en lo que queda de este día nos detengamos a profundizar cada acto de amor de Jesús desde su condena injusta hasta su muerte en la cruz, parecido al ejercicio que realizamos esta mañana en el Santo Viacrucis. Que cada una de las 7 palabras de Cristo en la Cruz, sean internalizadas y escritas en nuestro corazón de tal manera que este amor de Jesús nos impulse a imitar su vida, a fin de hacer morir en nosotros todo aquello que nos aleja de Él y de la comunión con los hermanos. La muerte al pecado produzca en nosotros frutos auténticos de resurrección. De tal manera que podamos decir como Pablo: “Ya no soy Yo quien vive sino Cristo quien vive en mí”. Amén. Fr. Juan Martínez OFM Conv.- Share :
Publicada por : Fray Juan Martinez
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