Homilía del VII Domingo de Pascua: La Ascensión del Señor
Nos encontramos en el VII Domingo de Pascua también llamado domingo de la Ascensión del Señor por el relato del Evangelio que acabamos de escuchar.
¿No sé si a ustedes les ha pasado alguna vez que un hecho les ha impresionado tanto que los ha dejado sin aliento y de repente algo o alguien les hace entrar en razón?: ¡Epa, despierta!
Algo parecido, les pasó a los discípulos el día en que Jesús ascendió a los Cielos. Nos dice el texto que hemos leído, tomado del capítulo 1 del libro de los hechos de los apóstoles que, quienes presenciaron la ascensión de Jesús, se quedaron extasiados, boquiabiertas, al punto que, dos hombres vestidos de blanco (seguramente, ángeles) les llamaron fuertemente la atención, diciéndoles: «¿Galileos que hacen mirando al cielo?. El mismo Jesús que los ha dejado para subir la Cielo, volverá como lo han visto alejarse» (Hch 1: 11).
En otras palabras, les invitan a que no se angustien, ni pierdan la esperanza puesto que, al ascender al cielo, Jesús no pretende dejarlos solos, sino todo lo contrario se va para cerrar el ciclo de su misión y así poder enviarles al Espíritu Santo prometido que se hará presente en toda su plenitud el día de Pentecostés (fiesta que celebraremos el próximo domingo).
Al mismo tiempo, sube al cielo para llevar a cabo lo que les había dicho en la última cena: “Volveré y los llevaré conmigo, para que donde yo esté estén también ustedes” (Jn 14, 3); esta certeza, de que volverá de nuevo y que jamás los dejará solos, es lo que mantendrá firmes a los discípulos del Señor y les impulsará a llevar a término la misión recibida, así lo señala el evangelista Marcos cuando relata este mismo acontecimiento de la Ascensión de Jesús, donde antes de subir al Cielo enmienda a los discípulos una tarea decisiva: «Vayan por todo el mundo y prediquen el evangelio a toda creatura» (Mc 16, 15); con este mandato en el fondo está expresando el gran deseo de Dios para la humanidad: que “todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tm 2: 4). Se trata de un Dios enamorado que busca todos los medios necesarios para mostrarnos cuánto nos ama para darnos su salvación.
Una muestra de ello es la solemnidad que como parroquia hemos celebrado recientemente: María “Auxiliadora de los Cristianos”, a partir de la cual ella muestra el rostro tierno de Dios; como Madre, ella no sólo nos lleva hasta su Hijo amado Jesucristo, sino que además nos acompaña, nos auxilia en el camino, muchas veces pedregoso, de la vida.
Desde el punto de vista teológico, el relato de la Ascensión del Señor representa el punto culminante del misterio de la encarnación: El Hijo de Dios que se hizo hombre por nuestra salvación, ahora regresa al seno del Padre para enviar a los discípulos el Espíritu Santo que Él mismo les había prometido (Jn 14, 16-28).
Desde el punto de vista práctico, la liturgia de la Palabra de este domingo, por un lado, nos ayuda a entender que nuestra vida no se reduce solo a lo terrenal, ella debe estar encaminada hacia el cielo, pues como dice san Pablo somos ciudadanos del Cielo (Flp 3, 12-21) y coherederos del Reino, por otro, nos recuerda la razón de ser de la Iglesia: evangelizar. Así los expresa tan bellamente el Papa Pablo VI al decir: «Ella (la Iglesia) existe para evangelizar, es decir, para predicar y enseñar, ser canal del don de la gracia, reconciliar a los pecadores con Dios, perpetuar el sacrificio de Cristo en la santa Misa, memorial de su muerte y resurrección gloriosa» (EN, 14).
En síntesis, el Misterio de la Ascensión del Señor que hoy estamos celebrando nos lleva a dos cosas en concreto:
- a colocar nuestra mirada en el cielo, con los pies bien puestos sobre la tierra teniendo en cuenta que de Dios venimos y al Cielo vamos.
- a descubrir nuestra misión en la Iglesia y en el mundo; colaborando en la construcción de un mundo mejor, más humano y más fraterno; poniendo a disposición nuestros dones y talentos, nuestras alegrías y esperanzas, nuestros sueños y proyectos. ¿Cómo?, de muchas maneras: a través de un gesto de amor ante quien se siente rechazado y excluido, de una palabra de aliento o de una sonrisa a quien está triste y deprimido. En fin, puedes ser misionero a través de las cosas más sencillas, incluso sin necesidad de recurrir a muchas palabras, ¿Dónde? en tu hogar, en tu trabajo, en la universidad, en tu colegio, entre tus amigos; con la certeza de que la gracia, el amor y la presencia de Dios te acompañarán siempre. No tengas miedo de decir sí a “Aquel que nada quita y todo lo da” (Benedicto XVI). ¿El camino es difícil? Sí, pero no imposible. Si otros lo han logrado, también tú y yo podemos hacerlo, basta con tener fe y confiar enteramente en Él.
“Pero es que yo no puedo, no tengo el talento para eso”, dirán algunos. Queridos hermanos, recordemos que Dios nunca nos pedirá algo que imposible de llevar a cabo. san Pablo en la carta a los Efesios nos dice: “cada uno de nosotros ha recibido la gracia en la medida en que Cristo se la ha dado” (Ef 4: 7); por tanto, no debemos tener miedo de decir sí al Señor, sea cual fuere la vocación que quiera darnos: “apóstoles, evangelizadores, maestros, etc.” (Ef 4: 11).
Así, como Jesús contó con sus apóstoles para llevar a cabo esta misión, Él ahora también quiere contar contigo y conmigo. Pero para ello es necesario aprender a escuchar su voz que nos habla al corazón e ilumina nuestra mente, es la voz de ese Dios que quiere ¡morar en ti y en mí! porque nos ama, pero, no podrá hacerlo si nosotros no se lo permitimos. El camino de la evangelización es difícil pero no imposible, contamos con el auxilio del Espíritu santo que derramará copiosamente en Pentecostés.
Pidamos al Señor que nos acompañe en esta tarea y que nuestra Madre la Santísima Virgen María, nos auxilie con su intercesión.
¡Que el Señor les bendiga, Paz y Bien!
Fr. Juan Martínez OFM Conv.
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