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Reflexión de la Solemnidad de la Santísima Trinidad 

Durante siglos, la explicación de la doctrina de la Santísima Trinidad ha sido un gran desafío para los predicadores (ministros ordenados, misioneros, profesores de teología, entre otros), debido a que se trata de una verdad de fe teológicamente compleja; para la razón humana resulta muy difícil comprender cómo es que Dios sea Uno en tres personas. 

El mismo san Agustín, quien fue uno de los padres de la Iglesia y junto con santo Tomás de Aquino uno de los más grandes intelectuales de la historia de la Iglesia, experimenta esta limitación al contar en una de sus anécdotas que, en medio de un gran esfuerzo por entender el Misterio Trinitario, tuvo un sueño donde un niño sentado en la orilla de una playa le hizo saber que era imposible contener en su cabeza este gran Misterio, en otras palabras, le quiso dar a entender que por más que intentara resolver este enigma no lo lograría, porque la sabiduría eterna de Dios (Prov 8, 22-31) sobrepasa el intelecto humano. 

Ahora bien, esto no significa que por el hecho de ser un Misterio infinito no podamos reflexionar sobre él. Recordemos que la Iglesia es asistida por el Espíritu Santo, quien es una de las tres personas de la Trinidad y quien con sus 7 dones (entre los que están los dones de la sabiduría y del entendimiento) hace posible que lo oculto de Dios sea revelado, así lo sugiere Jesús en el evangelio de hoy: «Muchas cosas me quedan por deciros, pero no podéis cargar con ellas por ahora; cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena» (Jn 16, 12-15)

Confiando en esta promesa del Señor, les invito a que juntos hagamos el esfuerzo de comprender el Dogma de la Santísima Trinidad sobre el que se han escrito un sin número de disertaciones, tratados, documentos, libros y revistas teológicas, todas ellas basadas en la Sagrada Escritura y el Magisterio Eclesial. Lo haremos no a partir de estas grandes disertaciones sino desde un ejercicio muy simple, desde lo que, como Iglesia Universal, estamos viviendo actualmente: El Sínodo de la Sinodalidad, que nos invita a caminar juntos independientemente de la diversidad de criterios. 

Quiero comenzar por afirmar que este Sínodo convocado por el Papa Francisco en octubre del año pasado y que se extenderá hasta octubre del año próximo, se constituye en un modo nuevo y efectivo de ser Iglesia puesto que, a diferencia de los Sínodos precedentes donde participaban principalmente la jerarquía de la Iglesia (concretamente, el Papa junto con los Obispos), en este Sínodo están llamados a participar no sólo los laicos comprometidos sino, inclusive aquellos que frecuentan poco o nunca los sacramentos, los no católicos y hasta los no creyentes. En función de escucharnos unos a otros como hijos de un mismo Padre, en ese gran sueño que Él tiene para nosotros: que «todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1 Tim 2, 1-8). 

Se trata de un Sínodo que, de manera parecida a lo que sucedió con el Concilio Vaticano II, pretende construir una Iglesia abierta al mundo, a partir de tres actos eclesiales fundamentales: La comunión, la participación y la misión; vividos desde el contacto con la Palabra de Dios y del encuentro con los hermanos, que exige de todos y cada uno actitudes como la escucha atenta, el diálogo maduro y el respeto mutuo, por medio de la efusión del Espíritu Santo que con el Padre y el Hijo ha actuado y actúa sin cesar en la Iglesia Universal.

Me atrevo a decir que, con este Sínodo de la Sinodalidad, consciente o no de ello, nuestra Iglesia Católica está haciendo posible el anhelo de Jesús: «Padre, que todos sean Uno como tu y yo somos Uno, para que el mundo crea que tu me has enviado» (Jn 17, 20-21). A propósito del dogma que estamos reflexionando, este pasaje bíblico joánico manifiesta la lógica del Misterio Trinitario: la Unidad en el amor entre el Padre y del Hijo del cual procede el Espíritu Santo. 

Desde esta visión, podemos vislumbrar como los valores amor y de la comunión nos ofrecen una hermosa clave interpretativa de este Misterio. Ellos son tan cruciales en la vida que del Cristiano que san Juan en su evangelio como en sus cartas, insiste a tiempo y a destiempo que el amor y la comunión son signos concretos del discipulado de Cristo: «En esto conocerán que son discípulos míos en que se amen unos a otros como yo los he amado» (Jn 13, 34-35); un amor que va más allá de un sentimiento o una decisión humana porque tiene su fuente en el mismo Dios que ha tomado la iniciativa: «En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó primero» (1 Jn 4, 10-19).  

Sin estos principios fundamentales del amor y la comunión, es imposible construir esa Iglesia sinodal que queremos ya que estamos hablando de una Iglesia una constituida por un alto número de fieles (de acuerdo con las últimas estadísticas existen aproximadamente 1.340 millones de católicos dispersos a lo largo y ancho del planeta) y, si partimos del hecho que “Cada cabeza es un mundo”, nos encontramos un gran desafío para esta Iglesia Sinodal: 1.340 millones de formas de ver al mundo, llegar a un acuerdo común he allí el desafío. A esto  se le suman los dones y carismas que cada uno posee, no obstante, como escuchábamos en las lecturas de la Solemnidad de Pentecostés aunque se susciten diversidad de carismas en la Iglesia el Espíritu es el mismo y aunque existan diversidad de ministerios el Señor es el mismo, cuya pluralidad no forman más que un solo cuerpo: el Cuerpo Místico de Cristo (1 Corintios 12:3-7, 12-13). 

En otras palabras, es una Iglesia caracterizada por la Unidad en la Diversidad, a ejemplo de la Trinidad, Único Dios verdadero en tres personas claramente diferenciadas: el Padre creador, el Hijo salvador y el Espíritu santificador.  

En base a todo lo que hemos hablado, podemos decir entonces que una manera sencilla y asequible de entender el Misterio que estamos celebrando es la eclesialidad vivida desde la unidad en la diversidad, donde todos a pesar de ser distintos formamos un solo cuerpo en el amor. 

Así, aunque quizás no seamos grandes maestro de teología Trinitaria, la experiencia de Sinodalidad que estamos viviendo nos acerca a este bello Misterio de Fe. 

Con su dinámica de amor y de comunión perfecta, el Dios Uno y Trino quiere invitarnos a vivir nuestro ser Iglesia desde la lógica de las relaciones fraternas en las que sin pretender hacer una mezcla o alcanzar la uniformidad experimentemos el gozo de caminar juntos, éste ha sido precisamente el lema de este Sínodo, cuya tarea no es nada fácil porque el sólo de hecho de encontrarnos con personas que piensan distintos de nosotros ya es un motivo para ponernos a la defensiva. No por ello hemos de dejar de intentarlo. 

Además de la Santísima Trinidad, los franciscanos tenemos un excelente modelo de fraternidad universal: san Francisco de Asís quien no sólo acepto como don el que el Señor le hubiese dado nuevos hermanos, sino que le permitió vivir esta fraternidad a gran escala, llamando a hermana a toda la creación: Hermano Sol, Hermana Luz, Hermana Agua, Hermano Fuego…  

Queridos hermanos y hermanas, Dios nos ayude a no quedarnos únicamente con las disertaciones teológicas de la Santísima Trinidad que son buenas y loables, sino sobre todo nos impulse a acciones personales y eclesiales concretas como el amor, el diálogo, el espíritu de comunión y de fraternidad, el respeto por las diferencias de criterios de los demás, la participación y la corresponsabilidad de nuestro ser discípulos y misioneros, para construir esa Iglesia Sinodal Trinitaria que el Señor nos pide hoy, en medio de un mundo frío que carece de calor y donde los hombres no son hermanos porque han perdido el amor, que ante esta triste realidad, la Iglesia sea «un recinto de verdad y de amor, de libertad, de justicia y de paz, para que todos encuentren en ella un motivo para seguir esperando» (Plegaria Eucarística Vb). Amén. 

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Antonio Roa

Muy teológica y humana la disertación!
Bendiciones!

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