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Reflexión del Domingo de Pentecostés

Vigilia del latín vigilia es un término que evoca diversos significados, el Diccionario de la Real Academia Española presenta 12 sentidos diferentes, siendo el más sobresaliente «el estado de alerta que hace que una persona permanezca despierta», en otras palabras, la vigilia tiene que ver con aquella energía que te hace colocar en activo e inclusive dinámico, semejante a la fuerza del Espíritu Santo que hizo pasar a los apóstoles del miedo paralizante a la alegría desbordante y con ella al gozo de saberse hijos del Dios Altísimo y coherederos del Reino de los Cielos.

De allí que, en términos espirituales, la Vigilia no se reduzca sólo a un proceso natural de alerta sino a una fuerza interna que nos impulsa a acercarnos a Dios con la suplica confiada de «¡Abba! ¡Padre!» (Rm 8,15). De allí el sentido de la Vigilia de Pentecostés que anoche estuvimos celebrando y que nos puso en alerta para recibir los 7 dones (Sabiduría, Entendimiento, Fortaleza, Piedad, Temor de Dios, Ciencia y Consejo) que Dios desea regalarnos a través de la efusión de su Espíritu y que vienen acompañados de 12 frutos:  caridad, gozo, paz, paciencia, longanimidad, bondad, benignidad, mansedumbre, fidelidad, modestia, continencia y castidad.

Para que nuestras almas reciban estos dones, se requiere de la disposición del corazón y del deseo sincero de nuestra parte, puesto que Dios puede querer hacer grandes maravillas en nosotros sin embargo se abstendrá de hacerlo si tú y yo no se lo permitimos. De esta manera, podemos estar de acuerdo con la máxima del doctor angélico que dice «la gracia supone la naturaleza» (Santo Tomás de Aquino), esto significa que para que Dios haga su obra en nosotros se requiere, de nuestra parte, una preparación auténticacomo la que hemos realizado durante los 50 días posteriores al Misterio de la pasión, muerte y resurrección de Cristo.

Dado que, los hermanos en la Vigilia los diversos grupos de apostolado expusieron detalladamente los dones del Espíritu Santo, en esta reflexión no deseo indagar nuevamente sobre los mismos sino llamar la atención sobre la colaboración mutua, entre la voluntad humana y la gracia Divina, que ha de existir para que estos dones se instalen en el alma y produzcan los frutos esperados.

Hago esta llamada de atención porque es muy fácil inclinarse hacia los extremos: 1) pretender ser buenas personas a partir del mero esfuerzo personal o 2) quedarnos con los brazos cruzados esperando que la gracia de Dios haga todo, sin el más mínimo esfuerzo de nuestra parte, esto motivado por la creencia de “dejo todo en las manos de Dios” y ¿Tú que estás dispuesto (a) a hacer? En el siglo XVI, a esto se le llamó la controversia de auxilis que básicamente tiene dos consecuencias:

  • La primera actitud (esfuerzo personal) puede conducirnos a la prepotencia, al narcicismo en su más alta expresión, al querer caminar sin Dios porque sólo soy “yo y mi circunstancia” (Ortega y Gasset), sólo eres tú y eso es más que suficiente, en consecuencia, no necesitas de ningún ser trascendente para hacer el bien. Esta es la típica noción del mundo actual “soy yo y más nadie”, por eso cuando le dices a este tipo de personas: “Da gracias a Dios por tus logros, por la casita que construiste o el carrito que compraste”, esta persona te puede responder: “Si como no, de no haber trabajado colocando todo mi esfuerzo, jamás habría construido esta casa”.
  • La segunda posición existencial (sólo la gracia Divina), nos puede llevar a la pasividad, la pereza o la mediocridad espiritual que son totalmente contrarias a la vida en el Espíritu.

Para evitar estos dos extremos, la Iglesia nos enseña que la necesidad de colaboración mutua entre el auxilio de Dios y el accionar del ser humano. Lo que involucra entonces una vida espiritual siempre dinámica porque su acompañante, el Espíritu Santo, es dinámico al punto de ser la energía vital por medio de la cual Dios Padre fue llamando a la vida a todas las cosas, ordenándolas gradualmente de mayor a menor, pasando del caos y la confusión a la armonía universal. Con el soplo de su Espíritu, Dios dio vida al ser humano, resucitó a su Hijo de entre los muertos y renueva cada día a su Iglesia, una Iglesia que es santa y pecadora a la vez; santa porque ha sido edificada sobre la piedra angular que es Cristo el santo de los santos y pecadora porque pecadores somos los que la integramos, sobre todo somos una Iglesia viva como su Señor (Jn 14, 6).

Por eso, en este glorioso día en que recordamos el nacimiento de la Iglesia, sintámonos dichosos de pertenecer a ella. Una Iglesia que, hace 2000 años nació en pentecostés y sigue en pie hasta el día de hoy, porque «Los poderes del infierno no prevalecerán sobre ella» (Mt 16, 18). Es una Iglesia en la que existe diversidad de ministerios, pero un mismo Señor, diversidad de actuaciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos y en la que sus miembros a pesar de ser muchos, somos un solo Cuerpo en Cristo, cuya unidad es posible gracias al amor de Dios que vive en nosotros.

Aunque nos cueste creerlo, en la Iglesia todos somos importantes, pero no indispensables porque hoy estamos nosotros, mañana estarán otros. En la medida que entendamos esta riqueza de la Unidad en la diversidad de dones por el amor, renunciaremos a la tendencia de juzgar y/o descalificar a los demás, nos daremos cuenta de cómo cada integrante de la Iglesia aporta positivamente, independientemente del servicio que preste. De este modo, podemos afirmar sin temor a equivocarnos que es tan significativo el oficio del que barre el templo como del que gobierna universalmente a la Iglesia. Y es que cada uno tiene un don particular con el que es llamado a amar y a servir a los otros, pensemos por ejemplo en los que tienen el don de la oración los cuales son tan indispensables como los que se encargan de la pastoral de la caridad, aunque no cabe duda que el trabajo como la oración son alas de un mismo avión; al entender estas verdades, gracias a los dones de sabiduría y entendimiento, estoy convencido que evitaremos la tendencia a la descalificación del otro que solemos hacer con palabras como “la generación de hoy no sirve para nada”, cuando en realidad representa una oportunidad para seguir esperando, son el futuro de la Iglesia, recordemos que “lo antiguo aporta estructura y lo nuevo frescura”, así que nadie está de sobra, ni nadie es más que el otro, por el simple hecho de que en Dios no existe acepción de personas (Rm 2, 11-16), simple y llanamente somos hijos a quienes ama incondicionalmente.

Así pues, hermanos, que en día santo en el que conmemoramos el nacimiento de la Iglesia (que somos cada uno de nosotros), sintámonos dichosos de pertenecer a ella y pidámosle a Dios nos haga ser piedras vivas de su Templo, un templo que no se limita a las 4 paredes de un edificio, sino que se expresa en cada alma convertida en Templo Vivo del Espíritu Santo, donde los verdaderos adoradores alaban, bendicen al Señor en Espíritu y Verdad (Jn 4, 23-24) para honra y gloria de su nombre. Amén.

Fr. Juan Martínez OFM Conv.

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