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Reflexión del Domingo II Cuaresma

El Domingo pasado nuestra reflexión estaba centrada en las tentaciones de Jesús que, si bien son presentadas por el hagiógrafo como extraordinarias son más comunes de lo que pudiéramos imaginar porque rosan con lo ordinario nuestra vida. De las tres tentaciones destacábamos la primera donde Jesús era incitado a convertir la piedra pan; para los expertos esta tentación es símbolo de las tentaciones del cuerpo que pretenden reducir la existencia del ser humano al mundo material negando o ignorando lo espiritual.

En efecto decíamos que, algunas escuelas del pensamiento como el existencialismo enfatizan lo material y subjetivo negando lo transcendente y objetivo al punto que Feuerbach, uno de los representantes de esta corriente filosófica, llegó afirmar tajantemente: El hombre es lo que come, en otras palabras, es solo materia en consecuencia no tiene sentido cultivar una vida espiritual, porque según él: Dios no es más que una proyección de la mente humana. Como Feuerbach, en la actualidad muchas personas mantienen este concepto limitado de la vida: la materialidad, donde la idea de Dios es descartada sin más.

Si bien, vivimos en un mundo donde existe libertad de pensamiento hemos de tener presente que la idea de Dios o de lo trascendente es tan antigua como la existencia humana, según los estudios realizados en el ámbito de ciencias como la antropología, la historia, la arqueología, la sociología, entre otras, desde las primeras civilizaciones humanas como la Sumeria la convicción sobre la existencia de un ser trascendente ha estado siempre presente. Con esto no pretendo abrir una discusión académica sobre el tema de religión sino llamar la atención que, ciertamente somos libres de pensar lo que queremos pero no podemos obviar que la concepción sobre la existencia de un mundo espiritual no es sólo fruto de la reflexión cristiana sino de muchas civilizaciones que, a lo largo de la historia han intentado entender, experimentar y creer que Dios existe y que la vida no termina con la muerte sino que ésta última se constituye en el paso necesario para llegar a la vida verdadera y eterna, pues como dice san Pablo en la Carta a los Filipenses: somos ciudadanos del cielo, de donde aguardamos un Salvador: el Señor Jesucristo (3,17–4,1).  

Así pues, la liturgia de la Palabra de este día quiere, de alguna manera, alertarnos de esa tentación tan sutil que se expresa en la concepción de que sólo la vida se reduce a lo corpóreo y que por ende sólo al cuerpo debemos cuidar o complacer, frente a esta noción materialista san Pablo habla con firmeza: “hay muchos que andan como enemigos de la cruz de Cristo: su paradero es la perdición; su dios, el vientre; su gloria, sus vergüenzas. Sólo aspiran a cosas terrenas.” (3,17–4,1)

Lo anterior no significa que el mundo material sea negativo pues estaríamos cayendo nuevamente en el error doctrinal de la dualidad entre cuerpo y alma, donde el cuerpo es la cárcel del alma por tanto malo (concepción Platónica), se trata más bien de ser conscientes que no sólo debemos esforzamos por cuidar y alimentar nuestro cuerpo sino también nuestra alma, no como elementos separados sino como unidad en la diversidad según las enseñanzas del Catecismo de la Iglesia Católica (CIC) Núm. 362-364 cuando dice “corpore anima et unus” que da a entender que cuando Dios creo al ser humano no sólo uso materia sino que infundió su espíritu de vida, por lo que el hombre es materia al mismo tiempo que la trasciende.

Este cultivo de la vida Espiritual encuentra su punto de inicio en el ejercicio de la oración que, de acuerdo con el Núm. 258 -259 del CIC “es un impulso del corazón, una sencilla mirada lanzada hacia el cielo” (santa Teresita del Niño Jesús) la elevación del alma a Dios, por medio de cual entablamos un diálogo con Dios desde una actitud humilde y serena y “donde el corazón se ensancha para ser capaz de contener el don que recibe del creador” (santa Teresa de Calcuta).

De este modo, en el evangelio de hoy (Lc 9,28b-36) vemos a un Jesús que, acompañado de sus discípulos más cercanos (Pedro, Santiago y Juan), sube a lo alto de la montaña para orar, es decir, para impulsar su corazón, elevar su mirada y entablar un diálogo con su Padre, en un punto de su vida que resulta crucial: preparación para su pasión y muerte en Jerusalén.

La consecuencia de esta oración es la transfiguración o cambio de su figura, así lo describe el evangelista: “el aspecto de su rostro cambió, sus vestidos brillaban de blanco como la nieve”. Continúa diciendo el texto que: “De repente, dos hombres conversaban con él: eran Moisés y Elías, que, apareciendo con gloria, hablaban de su muerte, que iba a consumar en Jerusalén”.

Esta aparición de Moisés y Elías con Jesús en el centro es interpretada por lo especialistas bíblicos como la representación de que Jesús es la plenitud de la Ley y los Profetas; el diálogo entre ellos confirma la verdad según la cual el camino de la cruz, pasión y muerte son necesarios para llegar a la resurrección, alcanzar la glorificación y obtener la salvación para todo el mundo.

Resulta llamativa la descripción que hace el hagiógrafo sobre los sentimientos experimentados por los apóstoles que acompañan a Jesús y que se convierten en testigos oculares del hecho: dijo Pedro a Jesús: «Maestro, qué bien se está aquí. Haremos tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.» Prestemos atención a este fragmento del relato “Maestro, qué bien se está aquí”, tal parece que Pedro experimenta “un pedacito de cielo” y esto le motiva a querer quedarse allí de manera permanente, algo así como cuando vamos a un retiro espiritual donde sentimos a flor de piel la presencia de Dios y queremos que no termine, sin embargo, este es sólo una antesala de la patria futura que nos espera.

Así, aunque san Pedro y los demás apóstoles anhelan quedarse en la montaña, el relato culmina con un final inesperado: por una parte, la voz misteriosa e imperante de Dios a través de una nube: Éste es mi Hijo, el escogido, escúchenle; por otro, la bajada de la montaña con la severa indicación de Jesús que no dijeran a nadie lo que habían visto hasta que el Hijo del Hombre hubiera resucitado de entre los muertos (Mc 9, 9).

Como a los apóstoles, nos dice el Papa Francisco en su mensaje para la cuaresma de este año, Jesús nos toma de la mano para estar a solas con Él, llevándonos a un lugar apartado, con el deseo de que la desconexión con la vida ordinaria nos introduzca al contacto íntimo con su persona a fin de experimentar, entre otras cosas, ese pedacito de cielo que él nos tiene preparado. Lo bello de este camino, continúa diciendo el santo Padre, es que Jesús ha querido «que esa experiencia de gracia no fuera solitaria, sino compartida, como lo es, al fin y al cabo, toda nuestra vida de fe. A Jesús hemos de seguirlo juntos», de ello se desprende que «nuestro camino cuaresmal es “sinodal”, porque lo hacemos juntos por la misma senda, discípulos del único Maestro», para lo cual hemos de estar atentos a la voz del Padre que nos dice «este es mi hijo amado, escúchenlo», no desde la escucha pasiva sino activa y constante de sus enseñanzas que nos motivan a ser cada días mejores personas, constructores de un mundo mejor.  

Con esta experiencia profunda de Él, a través de la oración, Jesús no pretende que caigamos en la enajenación de la realidad sino todo lo contrario, hacernos caer en la cuenta que le experiencia de sufrimiento propia de la cruz de cada día está más presente que nunca (bien sea a través de un problema familiar, social, comunitario o una enfermedad física, psicológica o espiritual) y por el hecho de ser tan patente, el nos quiere animar mostrándonos que al final de este camino pedregoso de la vida está la resurrección y la vida, es decir, su gloria infinita.

De allí la razón de ser de la bajada a la montaña, Jesús no se queda allí con sus discípulos porque debe cumplir su misión. De este modo, aunque la experiencia de

probar es pedacito de cielo produzca conlleve a la tentación de que este sentimiento no se acabe, el evangelio nos muestra que la oración no se puede quedar estancada en un sentimiento o supeditada a las emociones, sino que nos debe impulsar a la misión.

Se trata de una oración que transforma, al punto de producir cambios significativos en nosotros como lo hizo con Jesús quien fue transfigurado haciendo capaz de retomar fuerzas para continuar su misión y abrazar la cruz que le esperaba; para nosotros esta transfiguración y camino de la cruz involucra morir a nosotros mismos para resucitar a la vida verdadera, donde “Él transformará nuestro cuerpo humilde, según el modelo de su cuerpo glorioso, con esa energía que posee para sometérselo todo” (Fil 3,17–4,1).

Queridos hermanos, deseo que nos llevemos hoy a nuestras casas la convicción de que nuestra vida amerita un equilibrio entre la vivencia de lo material y lo espiritual, en otras palabras, el Señor nos está pidiendo la actitud de tener los pies en la tierra pero con el corazón en el cielo. Convendría que demos respuesta a estas interrogantes: ¿Mi mente y corazón están tan aferrado a las preocupaciones terrenales que no soy capaz de elevar mi mirada hacia Dios, por ende, imposible de cultivar una vida espiritual?  O en el otro extremo ¿Estoy empeñado en querer pasar todo el día rezando como una excusa para escabullirme de mis obligaciones? Recordemos que la virtud está en el centro, como dirían los Colombianos: Ni tanto que queme al santo, ni nada que no lo alumbre.

Dios siga guiándonos en este camino de la cuaresma. Amén.

Fr. Juan Martínez OFM Conv. 

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