Reflexión del Domingo XXV del Tiempo Ordinario. Ciclo A
Queridos Hermanos, la liturgia de la Palabra del Domingo pasado al hablarnos del perdón y la misericordia para con el hermano, nos mostraba un camino distinto de vivir nuestra relación con Dios y con los demás, es decir, nos invitaba a vivir más el método divino que desde los criterios humanos.
En un mundo que propone el odio, el rencor y la venganza como alternativas de solución frente las grandes problemáticas interrelaciónales, la lógica divina es la del perdón al punto que, si el malvado abandona su camino, así como sus planes criminales y regresa a Dios, Él tendrá piedad porque es rico en perdón (Is 55, 6 – 9).
Como éste, son muchos los pasajes de la Biblia que ponen de manifiesto el modo de proceder de Dios en contraposición a la manera en cómo los seres humanos actuamos y/o nos relacionamos entre sí. Por ejemplo, frente a la ambición del dinero la Palabra de Dios nos muestra el camino de la sencillez y de la pobreza evangélica (Mt 5, 3) pues «la vida del ser humano no consiste en la abundancia de los bienes que posee» (léase Lc 12, 15 – 20); frente a la tentación del poder, nos propone el servicio desinteresado hacia los demás (Mc 10, 35-52).
Visto desde este enfoque, podemos decir que la liturgia de la Palabra de Dios de este domingo XXV del tiempo ordinario se constituye en una especie de catequesis continuada con relación a las enseñanzas de los domingos precedentes, al comenzar diciendo que los pensamientos de Dios son muy distintos a los del ser humano (Is 55, 8).
En efecto, el evangelio de hoy nos dice que el Reino de Dios es semejante a aquel propietario que, al final del día, cancela la misma cantidad de dinero a todos los trabajadores, indistintamente del tiempo que haya dedicado cada uno al trabajo, cuyo modo de proceder del dueño de la viña no es la de la injusticia sino de la generosidad.
Así, aunque algunos le reclamen por esta acción, él mismo les hace saber que es libre de hacer con lo suyo lo que mejor le place (Mt 20, 15). Para la razón humana, esta forma de actuar del protagonista resulta contradictoria puesto que el principio universal de la justicia consiste en que “cada uno ha de recibir lo que le corresponde por derecho” de tal manera que, en esta parábola contada por Jesús, era de esperarse que quien había trabajado más recibiera un pago mayor que aquel que trabajo sólo una hora, no obstante Jesús nos cuenta que el propietario es claro en decir a uno de sus empleados «Amigo, no te hago ninguna injusticia, ¿No habíamos quedado en un denario? Toma lo tuyo y vete» (Mt 20, 13-14).
En el trasfondo de esta historia, Jesús desea manifestar a sus oyentes que, si bien Dios llamó primero a los judíos ofreciéndoles su salvación, también ofrece esta gracia a aquellos que acogen su llamado pues para Él no existe distinción de personas (Rm 2, 11) y su deseo es que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad (1 Tim 2, 4). Esto explica el por qué llama a todos con la misma intención y se dispone a ser generoso con cada uno, más allá del hecho de quien llegó primero o de quien es el mérito. He aquí la ¡buena noticia! del evangelio de este domingo.
Como en los tiempos de Jesús (donde los judíos se creían los únicos dueños de la salvación), en la actualidad existen personas “religiosas” que desprecian a los demás porque se consideran más santos o mejores a tal punto de creer que “tienen a Dios agarrado por la chiva” como decimos coloquialmente en América Latina y que, por esta razón Dios debe complacer sus caprichos personales ya que, según ellos, lo merecen. Pero resulta que Dios no piensa de esa manera, Él es un Padre Bueno que «hace salir su sol sobre buenos y malos, sobre justos e injustos» (Mt 5, 45).
A este punto, alguien puede decir: “Entonces no sirve de nada ser bueno, cumplir los mandamientos de Dios, ser santos”; no se trata de eso hermanos, claro que debemos esforzarnos por ser cada día mejores personas y ser santos como Dios es santo (Lv 11, 44-41; 1 Pedro 1, 16). En efecto, san Pablo en la segunda lectura nos dice: lleven una vida digna del evangelio de Cristo (Flp 1, 27).
Lo que quiero decir con todo esto es que, no nos corresponde a nosotros decidir quien merece o no el Cielo ya que esa es una tarea exclusiva de Dios, pues sólo Él tiene el poder de conocer los corazones y de examinar los pensamientos de cada persona (Jer 17, 10), por eso Jesús nos advierte: «No juzguen, y no serán juzgados; no condenen, y no serán condenados; perdonen, y serán perdonados… porque con la misma bara que midan, Dios los medirá a ustedes» (Lc 6, 37-38).
Y es que los seres humanos somos expertos en ver y juzgar los defectos de los demás perdiendo de vista los propios. No esperes que el mundo cambie, empieza tú por cambiar ya que seguramente tu buen testimonio de vida puede motivar a que otras personas se empeñen por hacer el bien. De hecho, esa es la razón del por qué los católicos leemos la vida de los santos, pues su testimonio de vida y configuración con la persona de Cristo nos lleva a querer hacer lo mismo, por ejemplo, a tratar de imitar la entrega generosa e incondicional que tuvo la Santísima Virgen María hacia el proyecto de salvación universal; la humildad y sencillez de vida de san Francisco de Asís, la amabilidad y celo pastoral de san Francisco de Sales o la alegría de san Felipe Neri.
Queridos hermanos, una vez más la liturgia de la Palabra nos sorprende, nos anima, nos enamora de un Dios que ve más allá de las apariencias, que ofrece su perdón, que se deja encontrar por aquel que le busca con sincero corazón y, sobre todo, ofrece su salvación a todos aquellos que acogen su llamada de trabajar por el Reino de los Cielos, como el propietario de la parábola el Evangelio que escuchamos.
En síntesis: Dios nos ofrece a todos su salvación y su gracia al mismo tiempo que nos invita a trabajar por su Reino. Basta ya de ponerle tantas escusas a Dios y sigue el consejo del profeta Isaías: «Busca a Dios mientras lo puedes encontrar» (Is 55, 6) porque puede ser que cuando lo busques no lo encuentres, no porque Él se aleje de ti sino porque tu corazón está demasiado distante de Él y tu ceguera espiritual es tal que te resulte incapaz de sentirle o de verle a pesar que Él permanezca esperando afuera una respuesta de tu parte: “He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré y cenaré con él y él conmigo” (Ap 3, 20-22). Las preocupaciones de este mundo, el engaño de las riquezas, y el deseo desordenado por las cosas efímeras constantemente intentan ahogar la semilla que Dios ha sembrado en ti (Mc 4, 19) no permitas que eso pase y regálale a Dios un espacio de tu valioso tiempo, teniendo en cuenta que: “Quien quiere hacer algo encuentra un medio, quien no quiere hacer nada encuentra una excusa” (Proverbio arabe).
Que san Francisco de Asís, fiesta que estamos pronto a celebrar, nos ayude a darle ese sí a Dios para que al igual que este santo podamos experimentar la belleza que de Él procede reconociéndole como el Altísimo y Buen Señor, sumo y eterno Bien, grande y admirable Señor. Amén.
Fr. Juan Martínez OFM Conv.
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