Reflexión del II Domingo de Pascua
Este II Domingo de Pascua, ha sido denominado por san Juan Pablo II como Domingo de la Divina Misericordia, cuya Fiesta litúrgica fue fijada el 23 de mayo del año 2000 por decreto de la Sagrada Congregación para el Culto Divino.
Se trata de una Fiesta que resalta uno de los atributos más emblemáticos de nuestro Dios y Señor: su misericordia. Decimos que se constituye uno de los atributos más emblemáticos porque con este accionar Dios revela que es Padre amoroso protector y salvador, más no un ser omnipotente y frío que ha dejado a la deriva a su creación.
En efecto, al releer la Historia de la Salvación notamos cómo desde los inicios de la humanidad Dios ha querido reconciliar el mundo consigo a través de su amor misericordioso, concretamente por medio de la entrega de su único Hijo, enviado no para condenar al mundo sino para éste se salvara por Él (Cf. Jn 3, 16).
De allí que el Papa Francisco, en su primer libro oficial como Pontífice, y en el marco del jubileo de la Misericordia en enero de 2016, declare tan acertadamente que “El nombre de Dios es misericordia”, del latín miserere (miseria) cordis (corazón), que se refiere a la capacidad de sentir con el corazón las miserias del otro, en otras palabras, sentir compasión del otro, pero no una compasión de sentir lástima sino algo así como ponerse en los zapatos del otro (empatía) independientemente de si merece o no nuestro reconocimiento y atención.
Si nos vamos al Antiguo Testamento, notaremos que esta noción de misericordia procede del término hebreo “rehamîm” que significa “vísceras” o “entrañas” (como las de una madre) y que, en sentido figurado expresa un sentimiento íntimo, profundo y amoroso que liga a dos personas; sin ninguna condición o merito, sólo por el simple hecho de existir. Al ser un amor que procede de las entrañas significa que es profundo, no superficial ni trivial.
Su etimología también se relaciona con el término hebreo “Jésed” que significa “Misericordia” y “Amabilidad”, representa el deseo de compartir incondicionalmente la voluntad de dar todo de sí mismo con una generosidad sin límites. Siempre desde la lógica del amor incondicional, cuando hablamos de incondicional nos referimos precisamente a que no está condicionado, ni supeditado a una acción meritoria.
Ésta es precisamente la naturaleza de la misericordia de Dios, profunda e incondicional. Una misericordia que san Pablo logró comprender plenamente cuando afirma que no hemos sido salvados por la ley sino por la gracia divina, es decir por la bondad infinita de Dios que nos abre la posibilidad de entrar en amistad/ comunión íntima con Él, para que tengamos vida y vida en abundancia (Cf. Jn 10).
Este deseo de Dios, es el que Jesús reveló a santa Faustina Kowalska durante sus apariciones, y que ha quedado reflejado en su Diario (núm. 723): “Dios es misericordioso y nos ama a todos… cuando más inmerecedor es el pecador, tanto más grande es el derecho que tiene a mi misericordia”. Esto confirma lo que Dios había manifestado, siglos antes, por boca del profeta Ezequiel: «juro por mi vida que no quiero la muerte del pecador, sino que cambie de conducta y viva» (Ez 33, 11). De este modo, queda expuesto el propósito de la misericordia de divina: restaurar la amistad del ser humano con su Creador, pérdida o fracturada a causa del pecado que no tiene otro salario que la muerte (Cf. Rm 3, 23), mientras que la amistad con Dios produce como fruto la vida eterna.
Un modo concreto de ejercer su misericordia, es a través del precioso sacramento de la reconciliación o confesión que tiene su fundamento bíblico en el evangelio que nos ha sido proclamado (Jn 20, 19-31), donde Jesús en el contexto de su tercera aparición y luego de soplar sobre sus discípulos dice: «Reciban el Espíritu Santo; a quienes les perdonen los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengan, les quedan retenidos». Con este soplo del Espíritu, Jesús deja en evidencia que sus apóstoles (y sus sucesores los obispos como los colaboradores de éstos: los presbíteros), no ejercerán este oficio de perdonar los pecados por mérito propio ni en nombre de sí mismos sino bajo el impulso del Espíritu Santo y como instrumentos de su misericordia, dicho de otro, modo no son ellos los que perdonan los pecados sino Dios por su medio.
Esto queda demostrado en la formula de absolución en la que el confesor dirigiéndose al penitente dice: “Dios Padre misericordioso, que reconcilió al mundo por la muerte y resurrección de su Hijo y derramó el Espíritu Santo para la remisión de los pecados, te conceda, por el ministerio de la Iglesia, el perdón y la Paz. Y yo te absuelvo de tus pecados: En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén”. Nótese que en esta formula el confesor no dice te absuelvo en mi nombre sino en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Por eso es un error y un engaño del enemigo, abstenernos de la recepción del sacramento de la reconciliación con la excusa de: “Yo no me confieso con ese cura, porque es más pecador que yo, mejor me confieso directamente con Dios”, ciertamente puede que el confesor “sea más pecador” que tú, pero es un instrumento de Dios, el cual el día de su ordenación recibió la gracia del Espíritu Santo para ejercer este ministerio del perdón.
Sobre este sacramento, el Catecismo de la Iglesia Católica expone una bella enseñanza que merece la pena traer a colación y nos puede motivar a frecuentarlo con total confianza; refiriéndose al nombre del sacramento expone (núm. 1423 – 1424):
Se le denomina sacramento de conversión porque realiza sacramentalmente la llamada de Jesús a la conversión (cf Mc 1,15), la vuelta al Padre (cf Lc 15,18) del que el hombre se había alejado por el pecado.
Se denomina sacramento de la penitencia porque consagra un proceso personal y eclesial de conversión, de arrepentimiento y de reparación por parte del cristiano pecador.
Se le denomina sacramento de la confesión porque la declaración o manifestación, la confesión de los pecados ante el sacerdote, es un elemento esencial de este sacramento. En un sentido profundo este sacramento es también una «confesión», reconocimiento y alabanza de la santidad de Dios y de su misericordia para con el hombre pecador.
Se le denomina sacramento del perdón porque, por la absolución sacramental del sacerdote, Dios concede al penitente «el perdón […] y la paz» (Ritual de la Penitencia, 46, 55).
Se le denomina sacramento de reconciliación porque otorga al pecador el amor de Dios que reconcilia: «Dejaos reconciliar con Dios» (2 Co 5,20). El que vive del amor misericordioso de Dios está pronto a responder a la llamada del Señor: «Ve primero a reconciliarte con tu hermano» (Mt 5,24).
Tenemos pues mis queridos hermanos, un sacramento maravilloso al que podemos recurrir y experimentar la infinita Misericordia de Dios y, desde el cual podemos decir a voz en grito la jaculatoria que acompaña la imagen de la Divina Misericordia: ¡Jesús en ti Confío!
Que esta Fiesta de la Divina Misericordia, nos impulse no sólo a acercarnos con confianza al amor de Dios sino a practicar este amor y esta misericordia para con nuestros hermanos ya que como dice el apóstol: «quien dice que ama a Dios y odia a su hermano es un mentiroso; porque el que no ama a su hermano, a quien ha visto, no puede amar a Dios a quien no ve […] el que ama a Dios, ame también a su hermano». (1 Jn 4, 20-21).
Deseo concluir esta reflexión con esta bella oración a “Jesús de la Misericordia” como solemos llamarlo cariñosamente:
¡Oh, Dios eterno!, en quien la Misericordia es infinita y el tesoro de compasión inagotable; vuelve a nosotros Tu mirada bondadosa, y aumenta Tu Misericordia en nosotros, para que, en momentos difíciles, no nos desesperemos ni nos desalentemos; sino que, con gran confianza, nos sometamos a Tu Santa Voluntad, que es el Amor y la Misericordia mismos.
Oh, Sangre y Agua que brotaste del Corazón de Jesús, como una fuente de misericordia para nosotros, en Ti confío.
Santo Dios, Santo fuerte, Santo inmortal
Ten misericordia de nosotros y del mundo entero.
Amén.
Fr. Juan Martínez OFM Conv.
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