Reflexión del III Domingo de Adviento. Ciclo A
Llegamos al III Domingo de Adviento también llamado Domingo Gaudete o del gozo porque el Señor que viene ya está muy cerca y, porque su venida trae consigo la salvación, es como esa alegría que experimentamos al ser perdonados por Dios, específicamente, cuando después de habernos apartado de su presencia durante un tiempo a causa de algún o de algunos pecados, por imposición de manos del sacerdote, recibimos la absolución por la que alma es purificada, restaurada y santificada.
De allí que el presente domingo venga precedido por el llamado de Juan Bautista a la conversión: «Conviértanse, porque está cerca el reino de los cielos.» (Mt 3,1-12), una conversión que, como decíamos, implica no sólo el cambio de mentalidad sino de aquellos patrones de conducta contrarios a la voluntad de Dios como la hipocresía, la soberbia, el egoísmo, la falta de fe y de amor, entre otros, que frenan la llegada del Señor a nuestras vidas.
En este III domingo de Adviento continuamos caminando bajo la guía de los profetas Isaías y Juan el Bautista de quien Jesús advierte con firmeza: «Les aseguro que no ha nacido de mujer uno más grande que Juan, el Bautista; aunque el más pequeño en el reino de los cielos es más grande que él.»
El profeta Isaías es tan incisivo este tema de la alegría y el gozo en el Señor que, en este corto pasaje de su libro que hemos proclamado, repite el término “alegría” (y su sinónimo “gozo”) 7 veces, lo cual no es una casualidad o accidente de redacción puesto que en la biblia el 7 significa perfección, de este modo se trata de una alegría perfecta, la misma de la que habla san Francisco de Asís en las Florecillas.
Su perfección no viene dada por el hecho que en ella estén ausentes los problemas o desafíos de la vida pues sería ilusoria y pasajera (como la alegría que ofrece el mundo), sino por ser una alegría santa, fruto de la salvación Divina, así lo expresa el profeta cuando afirma: «verán la gloria del Señor, la belleza de nuestro Dios […] contemplen a su Dios, que trae el desquite; viene en persona, resarcirá y los salvará.», por esta razón de su venida: «Se despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo se abrirán, saltará como un ciervo el cojo, la lengua del mudo cantará. Volverán los rescatados del Señor, vendrán a Sión con cánticos: en cabeza, alegría perpetua; siguiéndolos, gozo y alegría.»
A este punto de nuestra reflexión, convendría preguntarnos ¿si la venida del Señor trae realmente alegría a nuestras vidas? o ¿será que su paso resulta para nosotros un evento sin importancia o trascendencia, por tanto, un acontecimiento que no me produce gozo en lo más mínimo?
Teniendo en cuenta estos signos de la llegada del Señor, nos cuenta el evangelista (Mt 11,2-11) que san Juan Bautista no se conforma con lo que ha escuchado del Mesías durante su estadía en la cárcel sino que envía a sus discípulos a preguntarle personalmente a Jesús si es Él el que tenía que venir o había que esperar otro, a lo que Jesús le responde: «Vayan a anunciar a Juan lo que están viendo y oyendo: los ciegos ven, y los inválidos andan; los leprosos quedan limpios, y los sordos oyen; los muertos resucitan, y a los pobres se les anuncia el Evangelio.» Con esto Jesús le está confirmando a Juan que, en efecto, es el Mesías esperado porque, como hemos dicho, la venida del Señor, según Isaías, no es un acontecimiento irrelevante sino uno que esta cargado de signos milagrosos, a saber: los ciegos ven, los minusválidos andan, los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia la buena noticia, una noticia cargada de gozo y alegría porque el Señor ha llegado para salvarlos.
Vemos aquí, un paralelismo entre el evangelio y la primera lectura, ya que en ambas se hace referencia a esta completa sanación que sólo Dios puede dar. Siendo que en el evangelio se cumple la promesa anunciada por el profeta Isaías, en el sentido que éste último profetiza al pueblo utilizando los verbos en futuro: «se regocijarán, se alegrarán… verán… los salvará… los oídos del sordo se abrirán… la lengua del mudo cantará… vendrán a Sión con cánticos.», mientras que en el Evangelio, esto ya es una realidad: «los ciegos ven, y los inválidos andan…»
Mis queridos hermanos ojalá también nosotros podamos experimentar este gozo al ser visitados por Dios, que “nada quita y todo lo da” (Benedicto XVI), de tal manera que nos convirtamos en profetas de esperanza al testimoniar lo bueno y lo bello que Dios ha realizado en nosotros, desde la verdadera alegría que sólo viene de Él y cuya presencia es tan fuerte que es capaz de alejar las penas y aflicciones que nos invaden cada día.
Que María, estrella luciente de la mañana y madre amorosa del Adviento, interceda por nosotros ante su Hijo para que esta alegría invada los corazones de cada ser humano, en especial, los de aquellos que han sido lastimados por el odio, enfriados por el egoísmo o entristecidos por el dolor y el sufrimiento físico, psicológico o espiritual.
A este propósito y siendo que mañana celebraremos a Nuestra Señora de Guadalupe (advoción que mejor representa al Adviento porque en ella María está embarazada), patrona de Latinoamérica, les invito a concluir este espacio de reflexión rezando la siguiente plegaria compuesta por san Juan Pablo II:
¡Oh Virgen Inmaculada, Madre del verdadero Dios y Madre de la Iglesia! Tú, que desde este lugar manifiestas tu clemencia y tu compasión a todos los que solicitan tu amparo: escucha la oración que con filial confianza te dirigimos, y represéntala ante tu Hijo Jesús, único Redentor nuestro.
Madre de misericordia, Maestra del sacrificio escondido y silencioso, a ti, que sales al encuentro de nosotros, los pecadores, te consagramos en este día todo nuestro ser todo nuestro amor. Te consagramos también nuestra vida, nuestros trabajos, nuestras alegrías, nuestras enfermedades y nuestros dolores.
Virgen de Guadalupe, Madre de las Américas, te pedimos por todos los Obispos, para que conduzcan a los fieles por senderos de intensa vida cristiana, de amor y de humilde servicio a Dios y a las almas.
Concede a nuestros hogares la gracia de amar y de respetar la vida que comienza, con el mismo amor con el que concebiste en tu seno la vida del Hijo de Dios. Virgen Santa María, Madre del Amor Hermoso, protege a nuestras familias para que estén siempre muy unidas, y bendice la educación de nuestros hijos.
Esperanza nuestra, míranos con compasión, enséñanos a ir continuamente a Jesús y, si caemos, ayúdanos a levantarnos, a volver a él, mediante la confesión de nuestras culpas y pecados en el sacramento de la penitencia que trae sosiego al alma.
Así, Madre Santísima, con la paz de Dios en la conciencia, con nuestros corazones libres de mal y de odios, podremos llevar a todos la verdadera alegría y la verdadera paz, que vienen de tu Hijo, nuestro Señor Jesucristo, que con Dios Padre y con el Espíritu Santo, vive y reina por los siglos de los siglos. Amén.
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