Reflexión del VI Domingo de Pascua
En la Vigilia del sábado Santo se nos explicaba el significado de la Pascua: El paso del Señor y, para los que creemos en Cristo el paso del Resucitado que venciendo la muerte nos ha traído la salvación y nos invita a pasar del pecado a la vida de amistad con Dios.
La teología de la Iglesia nos dice en gracias a esta Nueva Pascua de Cristo, todo ha sido renovado, la humanidad entera ha sido reconciliada con su creador. De nuestra parte nos queda responder a ese amor infinito de Dios a través de la Fe, así lo sugiere el Catecismo de la Iglesia Católica cuando afirma: Por su revelación, «Dios invisible habla a los hombres como amigos, para invitarlos a la comunicación consigo y recibirlos en su compañía» (DV 2). La respuesta adecuada a esta invitación es LA FE (Núm. 142).
En este tiempo de Pascua, la revelación del Dios invisible se hace visible en la persona del Resucitado que tras su resurrección se fue mostrando gradualmente:
- En el I Domingo de Pascua o Domingo de Resurrección leíamos cómo el Resucitado en vez de aparecerse a los discípulos se aparece primero a María Magdalena y aunque san Juan y san Pedro llegaron corriendo al sepulcro solo encuentran el sudario puesto sobre la tumba vacía. Luego, Jesús se aparece a dos discípulos que van de camino a Emaús, y como sucedió con la Magdalena, ellos inicialmente no le reconocen lo hacen luego que Jesús les explica las Escrituras y parte para ellos el Pan: “los ojos de los discípulos se abrieron y lo reconocieron … Y se decían: «¿No ardía acaso nuestro corazón, mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?»” (Lc 24, 13-35).
- Seguido de mostrarse a Magdalena y a los discípulos de Emaús, nos cuentan los evangelistas que Jesús se aparece a los Once discípulos reunidos en Jerusalén, lo hace en dos ocasiones: en la primera estaba ausente el apóstol Tomás (que representa a los incrédulos) por lo que vuelve a hacer su aparición ocho días después, en esta ocasión Tomás es confrontado por Jesús haciendo un alago a aquellos que han creído en Él sin haberlo visto.
- En el tercer Domingo de Pascua, en el capítulo 21 de su evangelio san Juan nos narra una nueva aparición de Jesús, esta vez a orillas del Lago de Tiberíades, donde los discípulos lo reconocen en la Fracción del Pan. Este acontecimiento es interpretado como la presencia de Jesús en la Eucaristía, fuente y culmen de la vida cristiana (CEC 1324). Así, en ese III Domingo de Pascua notábamos cómo el resucitado daba un paso más en el proceso gradual de sus apariciones: María Magdalena – Los discípulos de Emaús – Los Once Discípulos – La comunidad que se reúne para la celebrar la Eucaristía.
- En el IV Domingo de Pascua, la Iglesia enfatiza que este resucitado aparecido reiteradas veces a los discípulos, es el mismo que durante su vida mortal se presentó como el Pastor Bueno capaz de dar la vida por su ovejas (como en efecto lo hizo al entregar su vida en la cruz) y tras su resurrección se ha convertido en el Pastor Eterno que guía y acompaña a sus ovejas dándoles vida en abundancia y conduciéndolas hacia la Vida Eterna.
- En esos 4 Domingos de Pascua observamos de que manera la bondad de Dios se derrama generosamente. Ahora en estos dos últimos domingos de Pascua (el anterior y el que estamos celebrando) el Señor exige de nosotros una respuesta libre a esa generosidad, esa respuesta es el amor. Un amor en el que Dios tiene la iniciativa: “Ámense unos a otros como yo los he amado” (Jn 13, 34) y que se constituye en un signo concreto de discipulado: “En esto reconocerán que son mis discípulos: en el amor que se tengan unos a otros” (Ibíd., 35). Para Jesús este amor no se reduce a una emoción pasajera sino que es consecuencia de la vivencia del proyecto de Dios en nosotros a través del cumplimiento de su Palabra, que abre la posibilidad de la inhabitación de la Padre y del Hijo en nuestra alma y corazón: “El que me ama guardará mi palabra y mi Padre lo amará y vendremos a él y haremos morada en él” (Jn 14, 23-29); quien no cumple su palabra no le ama verdaderamente. Desde esta visión, podemos afirmar que nuestras acciones determinan de que manera nuestra fe es auténtica, así lo señala el apóstol cuando dice: “Una fe sin obra está muerta” (St 2, 14-17), ¿Cómo puede alguien amar a Dios a quien no ve sino ama a su hermano a quien ve? (1 Jn 4, 20). De este modo, el cumplimiento/guarda de la Palabra de Jesús radica en el amor: “les doy un mandamiento nuevo: que se amen unos a otros como yo los he amado” (Jn 13, 34), porque en el amor a Dios y a los hermanos se resumen la ley y los profetas (Mt 22, 40).
Así, en este penúltimo Domingo de Pascua, y en vistas a celebrar la Fiesta de Pentecostés que hace alusión a la venida del Espíritu Santo y al nacimiento de la Iglesia, Jesús nos quiere mostrar que el camino para llegar Dios es el amor. De tal manera que: no podemos caminar hacia la patria prometida, pretender construir una Iglesia sinodal o dar nuestro aporte en la configuración de un mundo nuevo si primero no nos dejamos abrazar por el amor de Dios y, segundo, no nos abrimos al amor al prójimo.
Ciertamente no es una tarea fácil porque como dijimos este amor va más allá de la emoción y si estamos desintegrados al interno difícilmente lograremos salir al encuentro del Otro y de los otros, por eso el Señor nos da su Espíritu Santo y nos ofrece su paz de manera distinta a cómo la da el mundo ya que la paz del mundo es pasajera pues parte de la concepción según la cual la paz es ausencia de problemas, de crisis, de sufrimiento, mientras que la paz de Jesús es fruto de la confianza en Dios en medio de esos problemas, de esas crisis y de esos sufrimientos inevitables en la vida, es una paz en la cual el creyente consciente de la necesidad de cargar la cruz de cada día (Lc 9, 23) está convencido que no recorre solo el camino porque el Pastor Bueno va delante y estará siempre presente hasta el fin del mundo (Mt 28, 20).
Deseo concluir esta reflexión, trayendo a colación la oración de la Paz que tanto nos hace falta vivir en estos tiempos, ella nos muestra el camino del amor tomando la iniciativa y siendo capaces de consolar con el mismo consuelo con que hemos sido consolados por Dios (1 Cor 1, 4):
Señor, haz de mí un instrumento de tu paz.
Que allá donde hay odio, yo ponga el amor.
Que allá donde hay ofensa, yo ponga el perdón.
Que allá donde hay discordia, yo ponga la unión.
Que allá donde hay error, yo ponga la verdad.
Que allá donde hay duda, yo ponga la Fe.
Que allá donde desesperación, yo ponga la esperanza.
Que allá donde hay tinieblas, yo ponga la luz.
Que allá donde hay tristeza, yo ponga la alegría.
Maestro, que yo no busque tanto ser consolado, cuanto consolar,
ser comprendido, cuanto comprender,
ser amado, cuanto amar.
Porque es dándose como se recibe,
es olvidándose de sí mismo como uno se encuentra a sí mismo,
es perdonando, como se es perdonado,
es muriendo como se resucita a la vida eterna.
Amén.
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