Reflexión del XXII Domingo del Tiempo Ordinario. Ciclo C.
Frente a la lógica de un paradigma cultural actual que muestra signos de narcicismo exacerbado, de egoísmo e indiferencia social, la Palabra de Dios de este día nos exhorta a poner en práctica dos valores esenciales en el seguimiento de Cristo: La humildad y la generosidad (en especial, hacia los más pobres que no tienen cómo devolvernos el favor).
Estos valores de la humildad y de la generosidad no son nada fáciles de llevar a la praxis pues forman parte del proceso de entrar por la puerta estrecha de la que nos hablaba Jesús el domingo pasado y que, en palabras del Papa emérito, la estrechez de esta puerta al Reino de Cielos indica que «es exigente, requiere esfuerzo, abnegación, mortificación del propio egoísmo». (Benedicto XVI, 26 de agosto de 2007)
En efecto, la humildad es una virtud que exige la renuncia constante de sí mismo para dar paso al Dios de la vida. No implica anulación, extermino o alienación de nuestras cualidades o talentos, sino que involucra un proceso de redirección de esas aptitudes en función del servicio de los demás y no sólo del bien propio. Pensemos, por ejemplo, en una persona con una alta capacidad intelectual con la que ha adquirido en su vida un conocimiento superior al promedio esperado en relación con personas de su edad y contexto; con este talento puede tomar actitudes positivas o no positivas ante la vida, como la de la soberbia al creerse superior a las otras personas, en consecuencia, hacer uso de su intelecto para vanagloriarse, elevar su ego o, en el peor, de los casos destruir (como sucedió con algunos científicos, entre ellos: Jack Kevorkian, Sidney Gottlieb, John Lilly, Robert Oppenheimer creador de la bomba atómica, entre otros), la otra actitud que puede tomar es la del servicio unida a la humildad (que le hace caer en la cuenta que mientras más conoce menos sabe, como el caso del famoso filósofo antiguo llamado Sócrates con su máxima: Sólo se que no se nada), entre aquellos que han utilizado su gran intelecto para el bien de la humanidad destacan: Arquímedes, Isaac Newton, Galileo Galilei, Louis Pasteur, Benedicto XVI que escribió unos 41 libros sobre fe y doctrina, entre otros.
De la humildad emana entonces el servicio que, en la mayoría de los casos, está acompañado de la generosidad, dando con ello un jaque mate a la prepotencia y el egoísmo de los que sólo piensan en sí mismos y se afanan por alcanzar los privilegios de este mundo.
Por eso, en el marco de las exigencias del discipulado, Jesús hoy nos presenta la parábola de los invitados a una boda; lo hace motivado por las actitudes de soberbia y egoísmo de los fariseos. Nos cuenta el evangelista (Lucas 14, 1. 7-14) que Jesús entra en la casa de uno de los principales fariseos y antes de sentarse a la mesa para comer observa cómo varios de los invitados se afanan por ocupar los primeros puestos, lo cual era típico en los influyentes de su tiempo. Viendo este accionar y conociendo las intenciones de los fariseos que lo estaban espiando, Jesús cuenta esta parábola acompañada de una enseñanza central para sus discípulos, la de la humildad, advirtiendo lo siguiente: «Cuando te conviden a una boda, no te sientes en el puesto principal, no sea que hayan convidado a otro de más categoría que tú …. Entonces, avergonzado, irás a ocupar el último puesto… Al revés, cuando te conviden, vete a sentarte en el último puesto… Porque todo el que se enaltece será humillado; y el que se humilla será enaltecido».
Se trata de una enseñanza práctica, basada en una experiencia que quizás, nosotros alguna vez en la vida, hemos vivido, en el contexto de una ceremonia donde también fueron invitados personas muy influyentes. Y es que no hay cosa más desagradable que, al estar sentado en los primeros puesto, el anfitrión te anuncié que debes sentarte atrás, recuerdo el día de mi primera misa como sacerdote: Senté a mi familia en las primeras bancas del templo sin tener conocimiento que los domingos mi párroco tenía esos puestos reservados para los niños de catequesis con la finalidad que prestaran la mayor atención en la misa, resulta que cuando el Padre vio a mi familia sentada allí les pidió cambiarse de lugar, aunque no fue grosero ni agresivo al decirlo, ellos se sintieron apenados e incluso me dio un cierta rabia pero al conocer la razón me calmé. Como esta escena, podemos citar otras.
Siendo que la idea de los invitados especiales u homenajeados está muy afirmada en los seres humanos y, querámoslo o no, en ocasiones produce descontento, envidia, división o exclusión de personas, Jesús agrega en su discurso de la humildad, la generosidad que rompe con el esquema tradicional judío. Según los expertos en Biblia, a los banquetes, fiestas o ceremonias los fariseos sólo invitan a los de su clase o que encuadrasen en sus esquemas. Afirma Fray Miguel de Burgos Núñez O.P. que «Las famosas “comunidades” fariseas (havurah/havurot, de haver, amigo), tenían cuidado de no invitar a nadie que no cumplieran con normas estrechas de comportamiento, de preceptos, de comidas kosher, etc.. No era admitido cualquiera a estas havurot»; en estas comidas se compartían ideas, pensamientos, sueños e ilusiones, es decir, se compartía la vida, de allí la importancia de la mesa, de la comida entre los judíos.
Por eso Jesús, conociendo este escenario tan importante de su cultura, con su exhortación no pretende anularlo, sino darle su verdadero sentido, sobre todo, ampliar su horizonte. Para Jesús resulta extremadamente limitado que a la mesa (lugar esencial y sagrado) sólo sean invitados los amigos, hermanos, parientes o los vecinos ricos, conviene que también estén presentes los pobres, lisiados, cojos y ciegos que, a diferencia de los primeros, no tienen cómo pagar, aunque «te pagarán en la resurrección de los justos».
La razón de esta nueva lógica de Jesús, va de la mano con la buena noticia que Él trajo consigo al venir a este mundo, es la noticia de que para Dios no existe acepción de personas (Hechos 10, 34: Romanos 2,11; Gálatas 2, 6; Efesios 6, 9) por lo que la invitación a participar en su banquete es universal, como quedaba de manifiesto en las lecturas del domingo pasado, (Is 66,18-21; Sal 116,1.2): «enviaré supervivientes a las naciones»; el desafío está, como también decíamos, en sí aceptamos o no esta invitación.
De este modo, el pasaje del evangelio de este domingo XXII del Tiempo Ordinario se enlaza y da continuidad al anterior al mismo que reafirma las sabías enseñanzas del Antiguo Testamento, donde según la primera lectura que leímos (Eclesiástico 3, 17-20. 28-29), nos presenta la necesidad de ser humildes y las desgracias que trae consigo la soberbia. Por otro lado, el salmista nos recuerda que Dios es «Padre de huérfanos, protector de viudas… prepara casa a los desvalidos, libera a los cautivos y los enriquece», porque sabe que ellos representan al sector más vulnerable de la sociedad. Como Padre, nos ama a todos sin distinción, pero por el hecho de ser un Padre con entrañas de Madre, se preocupa solícitamente por los desfavorecidos, como la madre que ama a todos sus hijos, pero protege y se desvela por sus hijos más pequeños.
Que la liturgia de la Palabra de este domingo, nos ayude a tomar posición ante una sociedad narcisista como la nuestra, «estructurada en torno al consumo y la competencia» (Fray Juan Antonio Terrón Blanco O.P.) y en la que difícilmente existe un espacio para los demás ya que éstos, pueden llegar a representar una especie de amenaza en el camino de la autorrealización personal o son un estorbo e inclusive, una pérdida innecesaria de capital en la obsesión por obtener más y más.
La Palabra de Dios nos anime a que nuestras relaciones interpersonales estén impregnadas de humildad y de generosidad, sobre todo, de amor desinteresado, siendo conscientes en que «Solo en medida en la que avanzamos en el camino del vaciamiento del yo, hacemos un lugar en nuestras vidas para que Dios actúe en nosotros -o a través de nosotros- en la construcción del banquete de la fraternidad universal» (Ibíd.).
Que así sea.
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