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Reflexión del XXVIII Domingo del Tiempo Ordinario. Ciclo C. 

Un principio básico de educación que nos han enseñado en el hogar o la escuela es la de ser agradecidos. De hecho, vemos como las madres le, dicen a sus hijos pequeños al recibir un presente: “¿Cómo se dice?”, luego de un breve silencio del niño y viendo que no responde la mamá prosigue: “Dile gracias”, y el pequeño, a veces a regañadientes, por fin lo dice: “Gracias”

Este ser agradecidos, más allá de ser una manifestación de buena educación es testimonio de un corazón que se siente amado. 

Si bien, como católicos estamos llamados a hacer el bien sin esperar nada a cambio (pues según el evangelio del domingo pasado Lc 17,5-10: «somos pobres siervos que hemos hecho lo que teníamos que hacer»), también es cierto que la actitud de saber agradecer representa uno de los gestos más nobles del ser humano, quien sabe agradecer seguramente también tendrá la facultad de servir a los demás ya que como dice el refrán popular: “Amor con amor se paga”

Es por eso que, la liturgia de la Palabra de este XXVIII Domingo del Tiempo Ordinario subraye el arte de saber ser agradecidos; considero que es un arte porque no todo el mundo sabe agradecer correctamente: por un lado, están las personas que asumen una actitud no positiva, hacia quienes le ayudaron, al decir: “Yo no te pedí que me ayudaras”, por otro, las personas a quienes les da lo mismo recibir o no un favor por tanto les da igual expresar u omitir el “Gracias”; en el otro extremo, están las personas que asumen una actitud altamente positiva, teniendo para con los demás por su actos bondadosos (aunque parezcan “insignificantes”) una palabra o gesto de agradecimiento. 

Puede que, para los que estamos presentes, el dar gracias sea una cualidad natural, no obstante, es importante que revisemos esta cualidad a la luz de la Palabra de Dios, que nos exhorta a vivirla a través de dos historias paralelas, contadas en el segundo libro de los Reyes (5,14-17) y en el evangelio según san Lucas (17,11-19). 

En ambas historias, la enfermedad de la que son sanadas los protagonistas es la lepra, una enfermedad que no sólo se constituía en una desgracia humana por el deterioro progresivo de la piel (hasta llegar a podrirse y caerse a pedazos), sino también religiosa pues en la mentalidad hebrea la lepra era signo visible del castigo de Dios, según la ley judía (Lv 14, 2-32) el leproso debía apartarse de la comunidad e irse a vivir en las montañas o el desierto; no sólo era execrado de su familia y de su gente sino también era un desterrado de Dios según el concepto teológico de su fe. Por eso el sufrimiento de quien padecía esta enfermedad era insoportable: sufría al sentir y ver cómo su cuerpo era carcomido por la enfermedad, sufría al verse rechazado por sus seres queridos y sufría al verse abandonado por Dios. Esto explica, de alguna manera, la alegría que experimenta el leproso al verse curado por Jesús. En otro pasaje, los evangelios sinópticos nos cuentan la escena de la curación de otro leproso (Mt 8, 2-4; Mc 1, 40-45; Lc 5, 12-16) que no sólo se mostró agradecido, sino que, a pesar que Jesús le había indicado que no se lo dijese a nada, él por el contrario empezó a pregonar por todas partes que había sanado, fue tan grande su alegría que no podía contener este gozo que sentía.    

Este ser agradecidos queda pues expresado, tanto en la primera lectura como en el evangelio. En la primera lectura, Naamán quien era general sirio y extranjero (en esto también coincide con el personaje del evangelio), se siente tan agradecido con Eliseo que le ofrece regalos, y como no hacerlo si su piel pasó de estar en estado de descomposición a una piel restaurada como la de un niño pequeño.  En su evangelio san Lucas nos cuenta que sólo uno de los 10 leprosos regresa para dar gracias a Jesús por su curación. Nótese que, a pesar de ser 10 los sanados sólo 1 de ellos regresa, y se trata de un samaritano, por eso Jesús pregunta: «¿No han quedado limpios los diez?; los otros nueve, ¿dónde están?». Atención a lo que dice después: «¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios más que este extranjero?».  Con esta aseveración, Jesús pone demuestra no sólo el hecho que, algunas personas son incapaces de mostrarse agradecidos, sino que, además, por lo general, son desagradecidas aquellas que creen tener a Dios “tomado de chiva”, porque son el pueblo elegido. 

Al subrayar “este extranjero”, Jesús deja entrever que los otros 9 eran judíos, quienes por razones que desconocemos, no se dignaron en expresar, por lo menos, un gesto de agradecimiento, quizás porque cómo buenos cumplidores de la ley estaban desesperados en cumplir el precepto de presentarse ante el Sacerdote, entregarle la debida ofrenda para ser reintegrados a la sociedad; la otra razón puede ser la de no reconocimiento de Jesús como Mesías pues, no era el Mesías que ellos esperaban, era tal vez un insignificante carpintero de Nazaret que se había convertido en taumaturgo. 

Aunque desconozcamos las verdaderas razones del por qué estos 9 leprosos judíos no siguieron el ejemplo de su compañero Samaritano, esta más que clara la actitud indiferente y/o desagradecida de los mismos. 

Que, en continuidad con el evangelio del domingo pasado y en consonancia con el de hoy, la Palabra de Dios nos anime ciertamente ha hacer el bien sin esperar nada a cambio pues esa es nuestra misión (Cf. Lc 17,5-10). Si las personas no te agradecen, no te preocupes, quédate con la satisfacción de contribuir con la construcción de un mundo mejor, más humano y más fraterno. Seamos los primeros en ser agradecidos (con Dios y con los hermanos), confiando que las buenas acciones y/o actitudes son contagiosas, producen un gran impacto en los demás, como lo hacen las negativas o no positivas.

Quien no agradece en las cosas pequeñas, difícilmente lo hará en las grandes; las personas agradecidas, usualmente, se caracterizan por ser también optimistas, mientras que las desagradecidas son pesimistas, se quejan por todo incluso cuando la vida les sonríe. Nosotros no estamos exentos de ello, por eso, esforcémonos por ser agradecidos, primero con Dios y luego con las personas que Él ha puesto en nuestro camino para ofrecernos una mano y salir a flote con la dificultad que se nos presenta o enfermedad que la vida nos repare.

Ojalá que cada mañana al levantarnos agradezcamos a Dios porque amanecimos vivos mientras que muchas personas no lo lograron; darle gracias porque tenemos la capacidad para sentir, ver, abrazar, caminar o correr cuando algunas personas carecen de estas facultades naturales. Decirle: “Gracias Señor por darme una familia”, aunque no sea la perfecta pues muchas personas están o se sienten solas en este mundo. “Hazme Señor, misericordioso, como tu hijo que se compadeció de los leprosos que le suplicaban con insistencia: «Jesús, maestro, ten compasión de nosotros» Que sea un instrumento de tu amor y tu misericordia para los demás, en el contexto de un mundo que muere de frío y esta perdiendo el color porque los hombres no son hermanos. «Que el amor venza al odio y la indulgencia a la venganza… Que tu Iglesia, Señor, sea un recinto de verdad y amor, de libertad, de justicia y de paz, para que todos encuentren en ella un motivo para seguir esperando» (Plegarias de Reconciliación II y V/B)”. Amén.

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