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Solemnidad de Jesucristo Rey del Universo. 

Apreciados hermanos y hermanas, nos encontramos en el XXXIV Domingo del Tiempo Ordinario con el cual cerramos el ciclo litúrgico C, para dar inicio al ciclo A con la apertura del Tiempo de Adviento que iniciaremos el próximo Domingo 27 de noviembre, tiempo de espera de la venida de nuestro Señor bajo la apariencia de un niño indefenso, el mismo que hoy se presenta como Señor y Rey del Universo.

            Esta imagen gloriosa y triunfadora de Jesucristo Rey, es la que por lo general ha quedado calada en el imaginario de nuestra fe, sobre todo, desde que la Iglesia comenzó a ser la religión oficial del Imperio Romano en 381 d.C., recibiendo con ello todos los privilegios adherentes a esta oficialidad como el uso (por parte de Obispos, presbíteros y diáconos) de vestiduras distintivas de los altos funcionarios y dignatarios, ejemplo la Dalmática que usan en la actualidad los diáconos en las liturgias solemnes pero que, en el siglo II era prenda militar romana utilizada por los maceros. 

            De allí que, durante siglos las pinturas e imágenes de Cristo y de la Santísima Virgen María, sean representadas con coronas y vestiduras de piedras preciosas, como la de los emperadores/reyes.     

            Sin embargo, el Nuevo Testamento nos cuenta que, el reinado de Jesús se mueve bajo una lógica totalmente distinta a estos criterios de grandeza y prestigio, pues Jesús en vez de proceder de una familia rica, nació en el seno de una familia pobre integrada por dos campesinos, María y José, originarios de un insignificante pueblo llamado Nazaret de donde lo judíos no esperaban que saliera nada bueno (Cf. Jn 1, 46), pues dejando de lado su gloria y despojándose de su rango «no hizo alarde de su categoría de Dios, al contrario, se anonadó así mismo, y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte y una muerte de cruz» (Flp 2, 6-8). 

            Con esto, no pretendo contradecir la sagrada tradición de la Iglesia sino advertirles sobre la gran tentación que nos asecha, al celebrar esta Solemnidad: la tentación de pensar en Cristo Rey a partir de categorías meramente humanas, en otras palabras, la de imaginarnos a un Jesús sentado en un trono de oro, con una corona de diamantes o perlas preciosas y con un imponente cetro elaborado con los materiales más finos. No digo que no los tenga pues sólo lo saben los ángeles y santos que contemplan su rostro constantemente, sino que es una imagen completamente contraria a la que nos presentan los evangelios y puede que, no sea más que una proyección del imaginario humano el cual, usualmente, tiene la tendencia a la ambición del poder y de la grandeza, en consecuencia, difícilmente a servicio humilde y desinteresado.

            La misma palabra de Dios nos dice que la realeza de Jesucristo es diversa a la este mundo (Jn 18, 36). Su reinado no se caracteriza por la suntuosidad sino por la humildad, la sencillez y servicio. De tal manera que, a diferencia de los reyes de este mundo que esperan de sus súbditos adulación, pleitesías y un servicio que raya con el esclavismo, para Jesús «el Hijo del hombre no ha venido a ser servido sino a servir» por eso, quienes quieran imitarle deben entender que «el que quiera ser el primero que sea el último y el servidor de todos» (Mc 9, 30-37); para reforzar esta enseñanza, frente al deseo de poder de dos de sus discípulos, Jesús asevera que en el mundo los jefes de las naciones gobiernan tiránicamente a los ciudadanos y sus dirigentes los oprimen, pero no sea así entre ustedes, porque «si yo que soy el Maestro y el Señor les he lavado los pies, ustedes deben hacer lo mismo unos con otros. Les he dado ejemplo para ustedes hagan lo mismo» (Jn 13, 14-15). Y es que, este servicio humilde, es el que hace grande este reinado de Jesús.

            En efecto esta humildad de Jesús, fue lo que dio paso a que el Padre Eterno le considera la gracia de recibir el título de Señor y Rey Universal, porque «todo el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido» (Lc 18, 9-14). «Por eso Dios lo levantó sobre todo y le concedió el ‹Nombre‐sobre‐todo‐nombre›; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre» (Flp 2, 6-11). 

            En la carta a los Romanos (14,17), san Pablo amplía las características del reinado de Jesús cuando afirma: «el reino de Dios no es comida ni bebida, sino justicia y paz y gozo en el Espíritu Santo», pero sobre todo, este reinado de Jesús, trae consigo la buena noticia para lo cual fue enviado: para otorgar la salvación a toda la humanidad (Jn 3, 16) y restaurar para siempre la amistad con Dios pérdida tras la caída de nuestros primeros padres (Gn 3, 1 ss), cuya acción se concretiza a través de las palabras y los hechos de Jesús donde muestra el poder de la misericordia de Dios que no conoce límites, así nos los muestra el texto de san Lucas que hemos leído (23,35-43) donde Jesús colgado en la cruz como un condenado, no sólo perdona con paciencia a quienes le ofenden terriblemente, sino que hace una promesa de salvación al ladrón arrepentido: «Te lo aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso».

            Se trata de un hermoso pasaje que recoge, de forma sintética, la verdadera realeza de Cristo. Un cristo que lleva sobre su frente una corona de espinas en vez de una elaborada con metales finos, que al recibirla violentamente con bofetadas de parte los soldados romanos le fue entregada una insignificante caña en vez un cetro adornado con piedras preciosas y, en vez de sentarse en un trono de oro, fue  obligado a cargar la cruz que se convertiría en el trono donde yacería su santo cuerpo y desde la cual impartiría la infinita misericordia de Dios para todos (Jn 18, 1 – 19, 42). 

            Así pues, hermanos y hermanos, a la contemplación de este misterio de la kenosis (Kénosis o abajamiento) del Hijo de Dios, debe llevarnos esta solemnidad de Cristo Rey, quien «siendo rico, se hizo pobre por nosotros, para enriquecernos con su pobreza» (2 Co 8,9), puesto que si, insistimos en contemplar la imagen de un Jesús adornado de vestiduras reales o de grandes títulos, corremos el riesgo de concebir y querer vivir nuestro discipulado desde la categorías de los triunfos y glorias humanas, más no desde la humildad, el servicio, el amor, la justicia, la paz y el gozo en el Espíritu Santo que dinamizan y dan sentido a este reinado de Cristo; recordemos que por el Bautismo, tú yo participamos de este reinado.  

            Que, en esta fiesta de Cristo Rey del Universo, el Señor nos ayude a hacer un stop para reflexionar acerca de nuestra vida y de su desenlace, para que al ser humildes y serviciales su amor reine en nosotros, en nuestras familias y en nuestra sociedad.

Que María Santísima y san Francisco, que fueron ejemplo de amor y de humildad, nos ayuden en el camino del discipulado de Cristo Pobre y Crucificado, hacia la patria que Él nos tiene prometida.  

            ¡Que viva Cristo Rey!

Fray Juan Martínez OFM Conv. 

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